Melancolía en Indy
¡Adiós, Indy! Estuvo bien. Estuvo más que bien. Estuvo como hubieran tenido que estar siempre nuestros sueños
Era 1981. Y nadie sopesaba la hipótesis de que la tiranía soviética fuera a venirse abajo, con el muro que fue su lema y arquetipo. Eran intemporales. Como lo era nuestro propio mundo, inmerso en aquella recién estrenada fiesta de los ochenta, que tenía cierto tono como de baile de máscaras en la Centroeuropa de entreguerras. Nuestro mundo nadaba entonces en una plácida indolencia. Nada iba a cambiar nunca, nos decíamos. Pero era divertido.
Era 1981. Y, sobre todas las pantallas del planeta, un treintañero profesor de arqueología, Henry Walton Jones Jr. –por apodo «Indiana» en homenaje a su perro, y en apócope «Indy»–, bregaba con una camada de alumnos entusiastas y de alumnas que serían hoy tachadas, sin duda, de acosadoras. Sus clases los emocionan tanto como a él le emocionan los libros que, en la biblioteca, atesoraba su mentor, Marcus Brody. Pero los libros no bastan. Y, ante los fastuosos grabados de la edición de Port-Royal de las Antiquitates Iudaicae de Flavio Josefo, sueña el joven profesor que un día pondrá sus manos sobre ese bargueño flamígero que parece incendiar el universo.
Pero, ¿es con la posesión de tal joya arqueológica con lo que sueña Indy? Todos, ante la pantalla, sabíamos que no. Indy sueña con las indescriptibles aventuras a las que la búsqueda de un objeto sagrado –y, como tal prohibido– condenará con certeza a sus perseguidores. A todos. También al treintañero que huye de la respetable certeza universitaria para perderse en el más indescifrable, dice Borges, de los laberintos: el desierto. Era 1981. Y un sabio y un aventurero podían ser lo mismo. Eso veíamos, los que éramos de la edad de George Lucas y de Steven Spielberg, sobre la pantalla. Y el rostro de Harrison Ford fue el fantasmal espejo que reflejaba todo cuanto en nuestros espejos nos era negado. No fuimos héroes. A cambio, algunos llegamos a cumular una cierta erudición a la cual hay quien llama sabiduría. Eso que, ciertamente, no sirve para nada. Pero que está muy bien. Y que es muy divertido, a falta de otra cosa.
2023, ahora. Ante la pantalla de un cine casi vacío, tan sólo 48 horas después de su estreno, un profesor jubilado que pasó ya los setenta sonríe a un jubilado profesor Jones que está pasando los ochenta. A nadie, en esa última clase que precede a su despedida, parece interesarle nada. No el vejestorio Jones, por supuesto. Tampoco la literatura griega, faltaría más. O arqueologías de cualquier tipo. Cuando, al fin, una voz femenina, desde el anfiteatro, responda a la pregunta del desalentado Indy y pronuncie el nombre –disparatadamente extraño para la chiquillería allí presente– del gran Arquímedes, el octogenario dejará caer un suspiro de alivio. Dura poco. La adorable señorita que ha dado con la respuesta, ni es estudiante ni tiene el menor interés por las polvorientas aulas. Viene a traerse Jones, de nuevo, a la aventura. Pero Jones tiene ochenta años, unas articulaciones que crujen y una historia que fue grandiosa y que ahora no interesa a nadie.
El cine estaba casi vacío. Allí, sentado en la minúscula sala para adictos a las versiones originales, pensé con cuántos días de antelación habría tenido que sacar la entrada en cualquiera de los cines enormes que, hace cuarenta y dos años, estrenaban simultáneamente En busca del arca perdida. Casi tantos cuantas ventanas de su college tenía que ir saltando el profesor Jones entonces para ponerse a salvo de las chicas del I love you a bolígrafo sobre los párpados. Renqueante, Harrison Ford seguía, ante mis ojos, atravesando desiertos, pilotando imposibles aviones de hojalata que se caen a pedazos, corriendo por inverosímiles techumbres de trenes a toda marcha…
¿Era melancolía? No sé. Era mi vida, nuestras vidas, en una demasiado fulgurante, demasiado cegadora figuración poética. ¡Adiós, Indy! Estuvo bien. Estuvo más que bien. Estuvo como hubieran tenido que estar siempre nuestros sueños. En ese mundo que fue, en ese que no habíamos previsto que iba a desaparecer tan pronto. Era el mundo del joven profesor Jones. El nuestro. 1981. Que ahora es nada.