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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

«Restar»: Yolanda Díaz

Una muy gris abogadilla provinciana fue investida en princesita de Chanel de pega y tirabuzón teñido: Eva Perón de baratillo

El tiempo de «Sumar» es el tiempo anacrónico de las viejas sectas. De aquellas que, sin saberlo, reproducían las formas más herméticas de religiones de salvación primitivas. Y que se desgarraban entre sí a dentelladas inmisericordes, porque nada hay tan odioso para la bestia humana cuanto lo llega a ser aquel que, habiendo sido amigo, pone distancia al constatar los horrores a los que arrastra una apuesta errada.

Stalin, haciendo asesinar a León Trotsky en el exilio y al resto de la dirección bolchevique en los calabozos de la vieja Okhrana rebautizada NKVD, fijó el paradigma de esa superstición del sacrificio permanente de los hermanos escindidos. Lean, por favor, quienes no la hayan ya leído, la espeluznante novela de Arthur Koestler El cero y el infinito (que en inglés llevaría el didáctico título de Medianoche a mediodía). Allí, además de reconocer al trágico Nicolai Bujarin cuyo rostro se trasluce en el del protagonista Rubachov, podrán ver profetizados a nuestros nuevos misioneros del asalto a los cielos, asesinándose, alegres, los unos a los otros. Matrimonio Iglesias contra odiado colega Errejón, al cual un día amaron. Inducción al yolandicidio de aquel que hizo a la abogadilla rebozada en Dior de quincalla, icónica heredera primero; mortal enemiga, enseguida.

De aquel tiempo en el que edificar revolución y asaltar bóvedas celestes pasaba por la ejecución, antes que nada, de amigos trocados en competidores, viene la fórmula mágica que, en su locura, iría exterminando a toda la izquierda revolucionaria europea. Y después a toda la izquierda sin distinciones. En su expresión más descarnada, venía de China. Y del legendario Mao, que, por suerte, escribía en un chino que ninguno de nosotros entendía. «Uno se divide en dos», era lo que ahora los chavales llamarían password para la fe revolucionaria. Lo que ninguno sabíamos –y hubimos de saber dolorosamente dos decenios más tarde– era que «uno se divide en dos» significaba que al resto –o sea, al otro «uno»– se le mata. Y punto. La perfección del procedimiento se consumaría en aquella Camboya en la que la mitad más joven del partido exterminó a la mitad más vieja de la población, la única mitad aún ilustrada, la que todavía tuvo tiempo de aprender a leer y escribir.

Hace ya más de un año que, en España, Iglesias y Díaz se despedazan. Y, con ellos, se extingue aquel peronismo a la española que fue Podemos. No es sorprendente. Lo escribí cuando nació el nacional-populismo, puesto en pie por un asalariado de la televisión iraní en España: Pablo Iglesias. A largo plazo, escribía entonces, no existe riesgo: se descuartizarán entre ellos por las migajas de poder y riqueza. ¿A corto…? A corto, será el caos: la rebatiña por la pompa, ceremonia y mando que el control del dinero público brinda. Pero no existe caja ilimitada: cuando los fondos empiecen a escasear –y escaseen los escaños con sueldo para el electo y para su tribu de amigos–, se hará preciso decapitar al compinche. Y sumar será restar. O sea, ahora.

«Uno se divide en dos». Me han vuelto a la memoria los años del delirio. Final de los sesenta. Y la jerga, entre infantil y risible, de los primeros maoístas europeos. En la cual, sin embargo, aún resonaba un no sé qué de pueril lirismo que enmascaraba locura. Y, eso sí, ninguno de quienes repetían la maldita formulita tenía ni puñetera idea del campo de exterminio colectivo que era la China del Mao que la aplicaba. Hoy, no hay excusa: ni siquiera la de un sentimentalismo cursi. Hoy, todo es anacrónico. Y en dónde habitaron sueños, se pudren pesadillas.

Por el camino, una pareja laboralmente ignota hizo fortuna y mansión con retórica al contado. Y una muy gris abogadilla provinciana fue investida en princesita de Chanel de pega y tirabuzón teñido: Eva Perón de baratillo. ¿Quién dice que todo aquello no sirvió para nada? Que se lo pregunten a Iglesias, o a Montero, o a Díaz… Sirvió, con precisión de reloj suizo, para aquello para lo cual fue inventado: garantizar renta vitalicia a quienes lo maquinaron. Y a sus coleguis. ¿La ruina de los demás, esta ruina de la pobre gente que tragó el anzuelo? ¿Y a quién puede importarle esa minucia? La economía no da votos. Sólo los dan televisión y retórica: sentimentalismo.

«Uno se divide en dos». Ahora. Al que sobra, se le mata. Porque hay ahora muy poco que repartir. Y esta «una» amputa a aquellos «dos», porque el sueldo, camaradas, el sueldo es intocable. Los cielos aguardan nuestro asalto. A las cuentas corrientes. Territorio sagrado.