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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

La tristeza de la perrita Turca (y familia)

Un manto de melancolía inaprensible envuelve el recinto palaciego, pues pronto habrá que abandonar estos jardines y berlinas para volver al piso de Pozuelo

Tristeza en la célebre residencia situada en el arranque de la autovía a La Coruña. Y no es por la canícula inclemente que fríe Madrid estos días, pues al fin y al cabo en las veredas umbrías del palacio y en su piscina privada el calor se sobrelleva mejor. La tristeza atiende a lo que va a pasar, a que todo indica que muy pronto puede quedar atrás este edén con mayordomos, escoltas, ostentosas caravanas de berlinas oficiales, chef privado, aviones de Estado para hacer turismo, tropas de asesores serviles, o chaletazos del Estado para tostarse con lujo y gratis cuando llega el estío.

Una sombra de melancolía parece atenazar incluso a Turca, la alegre perrilla blanquinegra, que sabe que correteando por una finca se está bastante mejor que en un piso, aunque el que aguarda en Pozuelo tenga 160 metros cuadrados (porque papá y los suegros tenían pasta y se portaron echando una mano a la joven pareja con dos niñas). Turca, aquella perra de aguas con la que él, recién trincados los laureles del poder mediante una conjura entre tinieblas, posaba en pantalones cortos, sentado en la escalinata del palacio mientras la acariciaba para las cámaras con una sonrisa postiza de oreja a oreja.

Ya no habrá tampoco más vídeos propagandísticos correteando por las sendas del jardín, para demostrar con su estudiado posado atlético que la caspilla del viejo Mariano había quedado atrás, que ahora llegaba un líder superguay, el más guapo, alto, deportista, progresista, feminista y ecologista.

Melancolía, porque ya no habrá más devaneos por las cumbres internacionales, balanceándose con aire chuletilla, gustándose como si se contemplase en un espejo invisible, haciendo gala del buen inglés que pagó papá (porque aunque en casa somos muy socialistas, de niño te mandamos a un buen cole privado del centro de Madrid, por supuesto, y más tarde te pagamos la carrera de Económicas en otra institución privada).

Melancolía también para ella, la dama rubia. Adiós a las promociones laborales milagrosas, que le proporcionaban estupendos empleos de fuste en el mundo académico sin necesidad de acreditar currículo alguno para ello.

Melancolía por la capita de polvo que empieza a acumular el famoso reality show propagandístico, grabado con tanto esmero en las estancias del palacio (obligando incluso al personal a hacer de extras a mayor gloria del líder providencial). Se ha quedado sin estrenar, porque el pelotilleo resultaba tan desmedido que no hay cadena que se haya atrevido. O tal vez porque el dinero, que es más listo que el aire, ya olía que el personaje estaba de capa caída y no valía la pena seguir invirtiendo en él.

Dudas melancólicas sobre el futuro entre el tropel de enchufados: el amigo arquitecto en paro que de repente se vio con un puesto en la Administración creado de la nada para él; o el coleguilla del baloncesto promocionado digitalmente a director de seguridad de la Sepi; o el fontanero de Ferraz que pasó a ocupar la poltrona de Correos; o la directora de comunicación del PSOE que se reveló como toda una especialista en el mundo hípico y acabó dirigiendo el Hipódromo de la Zarzuela… Cuánto duele que se acabe este maravilloso vergel de los enchufes.

Pena, penita, pena en el partido de ETA y el de los golpistas catalanes de 2017. «¿Dónde vamos a encontrar otro chollo como el que teníamos con este tío?», se preguntan alicaídos, mientras ya traman volver a la brava en cuanto aterrice el nuevo, que no va a regalar consultas. Depresión clínica del admirable profesor Tezanos, que si quiere seguir cocinando ahora tendrá que resignarse a hacerlo en los fogones de su casa.

Tristeza galopante de Irene María, Ione, Isa Serra, Pam, Tito Garzón, Yolanda…, elevados de chiripa a carteras con las que jamás habían soñado y para las que estaban tan capacitados como Paz Padilla o yo para pilotar la nave SpaceX. Qué duro va a ser volver a pedir un taxi. O ya no digamos pillar el metro, como hace «la gente», esa a la que jamás volvió a ver el pelo la nueva élite del comunismo caviar.

En fin, una horrible tristeza. No sé si el día en que caiga el telón de tan maravillosa etapa lograré levantarme de la cama.