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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Ayuso y la sensibilidad

Quizá los políticos, pero también nosotros mismos, deberíamos acudir a nuestra esencia humanista, amenazada por lo que llamamos «progreso», para conjurar la fragilidad de la existencia con lo único que puede auxiliarnos: la trascendencia sobre las miserias cotidianas

Los mismos tarados que se alegraron del accidente de Cristina Cifuentes y que aplaudieron el cáncer de Ana Rosa Quintana son los que estas últimas horas han celebrado que Isabel Díaz Ayuso haya perdido el bebé que esperaba; seguramente los mismos que piden las sales cuando la gente grita «que te vote Txapote» al que pacta con los amigos de ETA. La desgracia que vive la presidenta madrileña generó estas últimas horas todo tipo de vómitos de gentuza malnacida, teledirigidas probablemente por periodistas y políticos asquerosos y bien cebados en los pesebres públicos. Pero esa desgracia también ha permitido comprobar que no todo está perdido, más allá de los silencios clamorosos y mezquinos de Pedro Sánchez e Irene Montero.

Quizá sea cándida, pero me ha gustado que, junto a Rocío Monasterio, Mónica García, Rita Maestre y Yolanda Díaz, tres rivales a muerte de Isabel Díaz Ayuso, le mandaran cariño y solidaridad. También que Juan Lobato, su adversario socialista en la comunidad, la haya abrazado y mostrado su aprecio en la Asamblea. No le quiero poner sordina a esta sensación reconfortante para que no quede anulada por el puñado de agravios que han dedicado a la presidenta, por ejemplo, las tres líderes de Sumar, olvidándose de la sororidad que predican. Pero hoy se han portado como deben.

Es una percepción agradable saber que de vez en cuando un ser humano ejerce de tal con otro que lo está pasando mal, a pesar de las diferencias que los hayan enfrentado. Es, como decía mi padre, actuar como Dios manda, ser un bien nacido, tener buena crianza y ponerse en la piel del otro. Valores que en mi casa me repetían y que hoy, y sobre todo en el mundo de la política, brillan por su ausencia.

La miríada de ególatras líderes que circulan por la escena pública ha matado las buenas formas, la educación política y la capacidad de empatizar con los problemas de los adversarios, que terminan siendo enemigos en todo, pero especialmente en lo personal. Personajes de ambición desmedida y ayunos de escrúpulos han enfangado nuestro debate público acabando con el civismo y la cortesía, esas valiosas virtudes que facilitan la convivencia y adornan a los que las practican. Ayuso es una ida, Sánchez un perturbado, Feijóo un cateto con ínfulas, Abascal un machista… y así hasta el infinito. Demostración palmaria de que los estrategas de los partidos dedican muchas horas en ver quién insulta mejor, buscando crear un relato que traguen aquellos simpatizantes a los que consideran audiencias infantilizadas.

Isabel es una política dura, pero es casi imposible encontrar en sus intervenciones ofensas personales a nadie. Pocos como ella para retratar a Pedro Sánchez descarnadamente, pero no ha necesitado nunca el concurso de la descalificación personal que, a la contra, ella sí ha sufrido. A todos, un día u otro se les ha ido la mano, correlato del concepto que tienen de la buena educación e incluso de la educación misma del país: así hemos vivido cinco años de intenso y eficaz ejercicio por parte de nuestros poderes públicos para convertir a la mayor parte de la sociedad en una masa acrítica, narcotizada, líquida y superficial, que solo se moviliza contra alguien y no en favor de algo: España.

Acaba de morir Milan Kundera: es buen momento para recordar su hondísima novela La insoportable levedad del ser, que tanto nos hizo gozar en nuestra época universitaria. Quizá los políticos, pero también nosotros mismos, deberíamos acudir a nuestra esencia humanista, amenazada por lo que llamamos «progreso», para conjurar la fragilidad de la existencia con lo único que puede auxiliarnos: la trascendencia sobre las miserias cotidianas. Hay una verdad obvia, como recuerda Kundera, que parece que olvidamos: «El hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive solo una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni de enmendarla en sus vidas posteriores». Un país sin compasión es un país sin horizonte.

Un abrazo para Isabel Díaz Ayuso.