Irrealidad de Miguel Ángel Blanco
Era una gratuita crueldad, de cuya ausencia de sentido nadie en su sano juicio osaría extraer ni una tilde de razón política
La historia nunca corre en tiempos homogéneos. Ni lo hacen, dentro de ella, nuestras vidas. Chateaubriand había escrito magistralmente eso al inicio de sus Memorias de ultratumba, ese prodigio de estilo en el que nace la prosa moderna. «Pasa ahora, lector; franquea el río de sangre que separa para siempre el viejo mundo, del cual sales, del mundo nuevo ante el umbral de cuya entrada morirás». Es el punto de cesura. Que anonada cualquier continuidad.
Uno percibe eso enseguida. Y no requiere de la distancia en el tiempo para saber que en el lapso de ese instante todo ha dejado de ser lo mismo; que nada retornará nunca a lo que fue. Que, al margen de bien y mal, al margen de desolación o contento, el mundo –y, con el mundo, el mundo de cada uno de nosotros– se ha transmutado. Puede entonces repetir los viejos gestos y palabras, pero sabe que ya no significan nada. O bien puede plantarse ante el pasado, su pasado, el del mundo que ha desaparecido, y guardar un largo silencio a la espera de las palabras que, tal vez, un día vendrán a darle cuenta verdadera de lo que ha sucedido. O que quizá no lleguen.
Yo viví eso. Y sé que fueron muchos de los de mi generación y de mi historia los que lo vivieron. Con la certeza de que algo primordial en nuestras vidas se había roto. Y que nada ya nunca retornaría al tiempo de la inocencia.
Era un 12 de julio. Hace 26 años. Yo andaba al borde de la playa muy cerca de la Málaga de mi adolescencia. Como siempre he hecho durante el mes en el cual abandono mi columna, practicaba el amurallamiento total que me es imprescindible tras el trajín agotador de once meses de escritura inmediata: ni teléfono, ni prensa, ni radio; de televisor he carecido siempre. Pero no había amurallamiento que protegiese de aquello. Sobre la playa, habitualmente tan bullanguera, de Las Chapas, sólo se oía un run-run grave de transistores, en ese volumen bajo que acompaña sólo a las narraciones más tristes. Y era así desde la tarde de dos días antes. La historia, que corría en voz baja –«como esas grandes monedas oxidadas que el relámpago exhuma», dice el hermoso verso de Saint-John Perse–, hablaba del joven concejal de una pueblo industrial vasco –¡un chaval de 29 años, cielo santo!–, secuestrado sin más justificación que la de haberse producido tres días antes la liberación de un casi cadáver humano encerrado en una caja hermética de 3 x 2,5 x 1,8 durante 532 días.
Ni aquel joven, cuyo nombre se supo enseguida, Miguel Ángel Blanco, tenía nada que ver con la liberación de Ortega Lara, ni aquel concejal de pueblo cargaba con responsabilidad notable en su partido. Sencillamente, estaba ahí y era sencillísimo atraparlo… Y aún más fácil, negociar con su muerte. Llamemos a las cosas por su nombre: con su asesinato. No era siquiera esa cosa, en sí atroz, a la cual llamamos un asesinato político. Era una gratuita crueldad, de cuya ausencia de sentido nadie en su sano juicio osaría extraer ni una tilde de razón política. Rabia por no haber conseguido que Ortega muriera de inanición y angustia en su zulo, y odio a todo aquel que cuestionase la legitimidad de esa muerte: a eso se reducía todo. Y eso debía pagar con su vida un concejal de Ermua que no llegó a los treinta.
El resquebrajamiento de nuestro mundo, decía Chateaubriand que nos sacude como un trueno. Aun cuando uno no sepa siquiera de dónde viene. Yo estaba al borde del mar. Trataba de que el sosiego, casi teológico, de las olas me sustrajese a este mundo demasiado inhabitable. Y, de pronto, el run-run de los transistores cesó. Se hizo un silencio que no podré olvidar. Silencio sólo. Desde mi casa, vi a una mujer que ese día debía haber celebrado su cumpleaños. Y su mano, llamándome en la lejanía, parecía desleírse en la bruma tan lenta del crepúsculo. Y en el silencio. Cuando todo, de pronto, dejó de ser real.