La España de Mortadelo y la de hoy
Eran tiempos en que un dibujante barcelonés políticamente incorrecto era capaz de reunir a todo un país tronchándose de risas con sus tebeos
La muerte a los 87 años de Francisco Ibáñez, nuestro Cervantes del tebeo, ha concitado un recuerdo afectuoso y agradecido de españoles de todas las edades, clases, regiones e inclinaciones políticas. Un artista ecuménico. Con su humor lleno de chispa y algo chalado se convirtió en una cima de la cultura popular, que a lo mejor resulta que es la más importante, pues recibe el libre beneplácito del gran público. Personalmente, me temo que prefiero a Rompetechos y Mortadelo antes que el inodoro de Duchamp, el inefable lienzo en blanco o las boberías a lo Marina Abramovic. Ibáñez logró algo que no tiene precio: hacernos reír de una manera inocente.
Hijo de un contable alicantino y una ama de casa andaluza, el barcelonés Paco Ibáñez se enganchó de muy niño a los tebeos, porque disfrutó de la bicoca de que sus padres le hacían el favor al quiosquero del barrio de guardarle los paquetes de las publicaciones. Empezó a dibujar de adolescente y se pasó más de sesenta años doblado sobre su mesa de labor, trazando las aventuras de sus criaturas. «Ibáñez fue un gilipollas que trabajó, trabajó y trabajó», proponía como epitafio.
Su estajanovismo, de hasta 20 páginas por semana, le cascó la espalda y la vista. Pero le permitió vender millones de álbumes, y no solo en España. En Alemania, por ejemplo, Mortadelo y Filemón cosecharon un buen éxito bajo los nombres de Clever & Smart y, más tarde, de Flip y Flop. Hubo un tiempo en que él solo suponía el 20 % de las ventas del sector del cómic en España.
Al margen de lo evidente, que es la gracia infalible de sus tebeos, Ibáñez me gusta por tres motivos más: porque fue un liberal que todo lo hizo con su esfuerzo, sin recurrir jamás a la teta de la subvención pública; porque se fumaba la corrección política y porque, a su modo descacharrante, captó una cierta esencia de la españolidad, en la que todos nos veíamos reconocidos, de Barcelona a Lugo y de Bilbao a Huelva.
Ahora que se ha vuelto a poner de moda el cine estadounidense de superhéroes, Ibáñez decía que Mortadelo y Filemón son «superheroes que la supercagan». Probablemente los españoles también somos un poco así. Chapuzas y polvorillas, pero también capaces de no perder jamás la presencia de ánimo y de albergar unas reservas inagotables de alegría. En España sabemos -o sabíamos- que mañana será otro día y que el sol siempre volverá a brillar.
Recostarme en la nostalgia no es algo que me llame especialmente. Pero desde luego resulta imposible despedir a Paco Ibáñez y no albergar una cierta morriña del tiempo de nuestra niñez en que leíamos sus historietas (mi mujer me ha contado que de niña, en San Sebastián, hacía cola ante el quiosco el día en que esperaba una nueva entrega de su Ibáñez favorito, la 13 Rue del Percebe). En aquella era previa a la sobreestimulación digital, un sencillo tebeo plagado de chistes se convertía en el más feliz de los pasatiempos.
Hoy sería imposible el fenómeno Ibáñez. De entrada, porque por desgracia en Cataluña ya no existe una industria cultural con vocación de interesar en toda España (más bien se apuesta por el ensimismamiento paleto). La presión allí es tal que el libérrimo Ibáñez, que se tronchó de todo y con todo -hasta dedicó un tebeo al tesorero Bárcenas-, no se atrevió ni a un solo atisbo de broma con el «procés», aun siendo un material bastante risible por su incongruencia y petulancia. Cuando le preguntaban cuándo dedicaría un Mortadelo al follón independentista, despejaba así la cuestión: «Ay, no, no, no… que aquí algunos se lo toman como algo personal». Por último, Ibáñez no pasaría hoy el cedazo de la corrección política, esa insidiosa forma de autocensura que amuerma el tiempo presente.
En estos días en que el poder aspira a encasillarnos con sus dogmas cabría enarbolar a Mortadelo y Filemón como un jocoso símbolo de libertad. Ni el mismísimo Súper Intendente Vicente consiguió meterlos en vereda. Su punto ácrata, capaz de sobrevivir a todo tipo de mamporros, preservaba la riqueza de sus individualidades.
No estoy seguro, pero a lo mejor resulta que aquella España de Ibáñez era más feliz que la de hoy…