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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Birkin, Gainsbourg, los otros

El concierto, que Birkin se exigió a sí misma dar cinco días después de su muerte fue recogido en la que es, para mí, la mejor grabación de aquel ángel de las tinieblas que cantaba en un francés gloriosamente saturado de acento londinense

No, Serge Gainsbourg no había escrito «Je t’aime, moi non plus» («te quiero, yo tampoco») para ella, como iba a escribir luego tantas otras canciones: a la medida. El hombre de tantas mujeres que era el entonces cuadragenario compositor había hecho, sí, aquel juego de susurros a una medida. Pero era la de otra deidad, de estética muy distinta: la Brigitte Bardot que procedió a prohibir su distribución, apenas disparado el escándalo que siguió a su primera difusión radiofónica. Y la «más bella canción de amor jamás escrita», que la diva había encargado al mismo extraño personaje que compuso muchos años antes para Piaf «Mon légionnaire», quedó ignota. Era el año 1967.

Sólo un año y medio más tarde, el mundo había cambiado. Con el mundo, cambió la vida de Gainsbourg, de la mano de una modelo de pasarela británica de 21 años: Jane Birkin. Y aquella exquisitez filiforme tenía una belleza demasiado ambigua, demasiado sutil en todo, para ajustarse bien al molde de sensualidad –tan unívoco– que Gainsbourgh había vaciado sobre la carnal diosa de Et Dieu créa la femme. Quizá en ese desajuste de una sensualidad glacialmente andrógina, la de Birkin, está la clave del encanto que tenía entonces la grabación, que aún sigue teniendo.

Gaingsbourg compensó a aquella veinteañera con un puñado de canciones, esta vez a su medida milimétrica. Canciones que se cuentan entre las más bellas que haya producido el pop francés del último medio siglo. Y remató la dichosa tonadilla de éxito con una película que llevaba su mismo título, Je t’aime, moi non plus, y en la cual Birkin era más un chulángano de periferia –un guapísimo chulángano de periferia– que una convencional muchacha que aceptara ser tratada como tal. Ya por entonces, el desastrado compositor, escritor, director de cine había bautizado a su pareja con el que iba a ser el apodo de sus complicidades permanentes, más allá de los acuerdos y desacuerdos domésticos: «Johnny-Jane», la elegíaca belleza que no sabe de diferencias ni de identidades.

Mi recuerdo de Johnny-Jane va, sobre todo, a un concierto en el Casino de París. 1991. Gainsbourg había muerto cinco días antes, fulminado por una crisis cardíaca y corroído por la depresión, el alcohol y las mil adicciones que derivan de una vida disparatada: la de aquellos que él mismo bautizara como los «años Gainsbarre», los años Desbarre, los años en los cuales el inmenso compositor, el versificador vertiginoso, el saltimbanqui de las homofonías extremas y los más dadaístas juegos de palabras fue aceptando su destino de naufragar empecinadamente en lo más oscuro. Iba a cumplir 63 años. Aparentaba más de ochenta.

Tengo el CD a mi alcance. Lo que no tengo es lector de cedes en el que hacerlo sonar: ya no existen. No importa. Todo está en la red ahora. El concierto, que Birkin se exigió a sí misma dar cinco días después de su muerte –porque era Serge quien lo había planificado y porque ni siquiera la muerte puede romper los recuerdos–, fue recogido en la que es, para mí, la mejor grabación de aquel ángel de las tinieblas que cantaba en un francés gloriosamente saturado de acento londinense. El disco toma el título de la canción que lo cierra: Je suis venu te dire que je m’en vais, «he venido a decirte que me voy»: despedida de Gainsbourg entonces. Ahora, despedida de la mujer de voz minúscula, y tan íntimamente conmovedora, que está sonando en mi biblioteca en el inexcusable repeat1.

Y, en ese concierto, un arranque. Tal vez menor. La confesión de Gainsbourg ante el espejo, que le devuelve su imagen desleída: un aquaboniste sólo. Otro neologismo más en su carrera: un «pasotista», si se quiere; aunque no hay traducción que preserve su fuerza. Y su último verso, que dice el epitafio de ambos: del que compone como de la que canta, o más bien la que susurra. «A ti, te amo. Los demás son todos gilipollas».