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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Si quieres a España, no votes a Sánchez

Desalojar a Sánchez no es de izquierdas ni de derechas: es un acto de lealtad a un país que no soporta ni un minuto más a semejante calamidad

Actualizada 01:30

Han pasado 19 años desde que Zapatero llegara al Gobierno, gracias a un atentado que cambió el resultado y le hizo presidente, de manera tan legal y legítima como inesperada y provocada, y a España no la conoce ni la madre que la parió, en popular sentencia de Alfonso Guerra.

Pero no precisamente para bien. Aquel aterrizaje forzoso de un socialista menor, con poco pedigrí y aupado por las cuitas internas entre los verdaderos aspirantes al liderazgo del PSOE, abrió dos décadas de degradación institucional, económica, social y política culminadas por la extravagante llegada al poder de una generación de dirigentes sin memoria, sin escrúpulos y sin límites.

Pedro Sánchez no se entiende sin Zapatero. Pablo Iglesias tampoco. Y la pinza del nacionalpopulismo de Podemos, sus marcas blancas y el separatismo nunca hubiera germinado sin el denodado esfuerzo de ambos presidentes socialistas por plantar una semilla destructiva, en un caso, y regarla con fruición, en el otro.

A Sánchez llevamos viéndolo en acción más de dos lustros, pero su biografía más capciosa se inició en 2015, cuando sometió a España a un largo bloqueo, a dos elecciones generales consecutivas, a una moción de censura capciosa y a unas alianzas criminales con las que tapó dos certezas que aún hoy le persiguen: no le quieren en el PSOE, que lo ajusticiará en cuanto pueda; y no le quieren los ciudadanos, que le han convertido en el presidente con menos diputados propios de la historia.

Todo en este presidente de pega, lastrado por un pecado de origen que explica su trayectoria, define sus decisiones y desvela siempre sus intenciones, ha sido una huida hacia adelante inviable en la que, por cada minuto de supervivencia que se ganaba, se lo quitaba a España, a sus instituciones, a la convivencia, a la libertad y a la prosperidad.

El sanchismo es la ausencia de principios y la hegemonía de los intereses, la subordinación de la ética al negocio, la prioridad de lo útil a lo correcto y la sustitución de las responsabilidades por los objetivos: es, en fin, quitarle la cartera a un atropellado en un paso de cebra aprovechando que tú eres el policía.

Sánchez se merece ahora gestionar su propia ruina para que todo el mundo vea las consecuencias de su negligente gestión, sustentada en la kamikaze idea de gastarse en un mes el sueldo de un año. Y además en vino.

Pero España no se merece otros cuatro años de una coalición de maleantes que solo se juntan para planificar un atraco y repartirse el botín. El de Sánchez es el poder, en una versión estrictamente onanista que le reporta sólo a él un placer infértil y vanidoso, pero contraproducente para el resto.

Y el de sus socios es la destrucción, bien para implantar regímenes que solo han provocado ruina, pobreza y represión, en nombre de nobles causas pisoteadas por los hechos; bien para destruir un país al que repudian y quieren destrozar definitivamente.

Sánchez nunca ha aspirado a arreglar nada y toda su carrera es un montaje para disimular los efectos de sus andanzas, adaptando a su relato falso el funcionamiento de todas las instituciones que debían frenarlo y se han convertido en atrezo barato de su deplorable sobreactuación.

No se puede querer a España, que es un amor más allá de ideologías, y votar a Sánchez, como no se puede creer en Dios y adorar al diablo o ser de izquierdas y tolerar a Txapote o ser demócrata y aplaudir a un caudillo de saldo.

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