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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Vox debe reflexionar

El diagnóstico parece claro. La derecha no puede ir disgregada porque eso es letal para los intereses de 11 millones largos de electores que el 23-J querían un cambio en La Moncloa y se han quedado en la orilla

Siempre que ha gobernado la derecha en España lo ha hecho después de concursar unida. Aznar en dos ocasiones, una de ellas por mayoría absoluta, y Rajoy en otras dos, la primera en 2011, con hegemonía en el Parlamento. Cuando ha querido meterse con la herencia de su sucesor, Aznar siempre ha criticado la fractura en la derecha, ha recordado que él dejó una casa común y que la casa se dividió en soluciones habitacionales, hasta tres (PP, Vox y Ciudadanos), y que es entonces cuando pasó a ser oposición y ahí sigue. Probablemente, después de lo del domingo, ahí continuará.

Por tanto, el diagnóstico parece claro. La derecha no puede ir disgregada porque eso es letal para los intereses de 11 millones largos de electores que el 23-J querían un cambio en La Moncloa y se han quedado en la orilla. No por falta de votos: Rajoy en 2011 cosechó 10.866.566 papeletas, 259.018 menos votos que la suma este domingo de PP y Vox, pero se tradujeron entonces en 186 escañazos, una comodísima mayoría absoluta. Hace tres días y concurriendo por separado, la suma solo arroja 169 diputados del Congreso. Por tanto, las cifras hablan solas: la ley d'Hont penalizó el desmembramiento de un espectro político que, con todos los matices que se quiera, defienden similares principios: la unidad de España, la Monarquía parlamentaria, el humanismo cristiano, la educación en valores, la economía de libre mercado. Por ello, no hay que hacerse más trampas al solitario: no hay ninguna razón objetiva para que los partidos de Feijóo y Abascal no lleguen a un entendimiento y dejen de tirarse tiros en el pie.

Las razones por las que nació Vox son comprensibles: la crisis económica al comienzo del segundo decenio de este siglo, la corrupción y la llegada de los populismos de izquierda –por cierto, bien vistos por el Gobierno de Rajoy al principio de los tiempos, como al PSOE le interesa ahora la fortaleza de Abascal– generaron una masa crítica que reclamaba la defensa de la España de la transición y una guerra cultural contra la pretendida superioridad moral de la izquierda. Y eso lo supo representar Vox con la inteligencia que perdió el PP, empeñado en limitar su acción a la gestión y a la tecnocracia de Soraya Sáenz de Santamaría, descuidando el rearme ideológico. Pero que nadie se engañe: los electores del PP también secundaban esa vocación por defender nuestros valores de los discursos antisistema, del neocomunismo de Podemos y de las tentativas separatistas de Cataluña y el País Vasco. Por eso, muchos de ellos se pasaron a Abascal.

Isabel Díaz Ayuso lo ha recordado recientemente: algún día esos votantes de Vox tendrán que volver al PP que, hoy por hoy, es el único partido que puede desalojar a la izquierda del poder. Ya acabamos de ver lo difícil que resulta derrocar al todopoderoso Sánchez, que con su maquinaria de propaganda y su ausencia de escrúpulos es imbatible porque carece del dique moral que cualquier persona decente tiene. También coadyuva al fracaso de la empresa que la derecha persigue –derogar el sanchismo– que el partido de Abascal no haga ni una sola autocrítica respecto a los 19 escaños perdidos. No puede ser que toda la culpa la tenga el PP, el blanqueamiento del socialismo por parte de Feijóo, las encuestas y los medios de comunicación, y no exponga ni una brizna de catarsis interna.

Vox sufre una estigmatización por gran parte de la prensa absolutamente injustificable. Sus propuestas encajan perfectamente en la Constitución y conectan además con la sensatez de una mayoría de los ciudadanos españoles: una inmigración regulada, acabar con los chiringuitos feministas, defender la España de la transición y los consensos, nuestra bandera, fortalecer al Estado frente a los movimientos centrípetos de las autonomías y una economía no intervenida. Es en los socios del sanchismo donde viven políticas inconstitucionales o abiertamente fascistas y totalitarias, propias de una ideología que ha traído la ruina y la muerte a Latinoamérica y antes, a Europa. Ésa es la auténtica verdad y no lo que dice la trompetería oficial.

Probablemente el PP tampoco ha hecho las cosas bien y los ataques de la presidenta extremeña María Guardiola contra su hoy ya socio en la Junta fue una de las torpezas más graves de la estrategia popular, un regalo a la izquierda en plena campaña, ya que dio la razón a su falaz argumentario del miedo a Vox. Quizá Feijóo debería haber normalizado unos acuerdos autonómicos sin los cuales, buena parte de sus flamantes barones no ocuparían el poder. Pero Vox también tendrá que elegir qué quiere ser de mayor: para implementar todas sus políticas hace falta primero mandar al desván de la historia a Pedro Sánchez. Así, con fuego cruzado entre los dos partidos de la derecha, con acusaciones infantiles y sin autocrítica, tendremos Sánchez, Díaz, Otegi y Rufián para siempre. Porque el sueño de Vox, en el que veía a tirios y troyanos caídos a sus pies, ha acabado en pesadilla. Ya no tiene ni capacidad para presentar mociones de censura ni para plantear recursos ante el Constitucional, instrumento que tan eficaz ha sido con el rodillo sanchista. Es para pensárselo.