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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Siervos de Puigdemont

Gobernará España quien Puigdemont decida. Esto es, quien decida un más que presunto delincuente

Ilustración muy excesiva, en estos días postelectorales, de aquel Discurso de la servidumbre voluntaria, que escribiera el joven Étienne de la Boétie en 1548. Y que se cifraba en un cruel hallazgo: el placer del amo cuenta, en mi vida, infinitamente más que el mío. Importa el deleite suyo, no el nuestro. El amo existe. No yo, que apenas si soy su sombra. «No basta con que los hombres obedezcan al amo, necesitan complacerlo, necesitan destrozarse, atormentarse, deslomarse en su beneficio. Y, encima, gozar hasta tal punto del placer del amo que hasta el gusto por el suyo propio se extinga… ¿Y a eso llaman vivir?» A eso.

Sorpresa anteayer. Al final del recuento de los votos consulares, a un pobre diablo, cuyo nombre nos era perfectamente desconocido, le tocará pagar los platos que los votantes en el extranjero se empecinaron en romper sobre la cabeza del caudillo. Y un tal Rodríguez pasa a quedarse sin escaño en la Carrera de San Jerónimo. Y sin honores. Sin dietas. Sin sinecuras faraónicas. Y sin sueldo: lo más grave.

Bueno, son cosas que pasan cuando uno apuesta su vida a vegetar a la sombra del amo. Y al amo no se le ocurre nada mejor que meterte en el puesto once de una lista, la de Madrid, cuyo margen de éxito se sabía más bien estrecho. Pero, en fin, no lloremos por la leche derramada: parece que el tal Rodríguez viene de ocho años de jugosa alcaldía en la estupenda Alcalá de Henares. No es muy probable que vaya a quedarse con una mano delante y otra atrás después de eso. Las tragedias del político profesional lo son siempre bastante menos. «El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó: ¡bendito sea el nombre del Señor!»: el de Job debiera ser siempre libro de cabecera del buen político. Basta con que sustituya las mayúsculas por minúsculas y todo encaja como en un bello origami.

Respeto el dolor de Rodríguez por lo perdido antes de haber sido gozado. Y me descubro ante la fe con la que se resigna a su injusta desdicha. Y con la que proclama la infalible gloria del Supremo: «Mi convencimiento: habrá gobierno de progreso y lo presidirá Pedro Sánchez». Y yo seré el cadáver que se quedó en el camino: eso no lo dice, pero es que aún hay un montón de compensaciones salariales con las cuales contar tras la caída. Así que da las «gracias».

«Habrá gobierno de progreso», dice el ex alcalde. Y es eso aún más triste que su derelicción misma. Porque hasta a él le debería estaría dado comprender que su degüello importa, no porque se llame Rodríguez y haya sido alcalde. Importa porque pone definitivamente la presidencia del Doctor Sánchez en manos del fuguista de Waterloo. En términos sencillísimamente aritméticos. Suma, resta y resultado: gobernará España quien Puigdemont decida. Esto es, quien decida un más que presunto delincuente. El gobierno de la nación aguarda ahora a ser nombrado por quien, primero, dio un golpe de Estado. Después, fracasó y huyó. Y, de este simpático modo, quedamos todos en manos de un prófugo de la justicia: Puigdemont es hoy la única garantía de que haya ese «gobierno de progreso» que el siervo suplica al amo.

¿Puigdemont, garantía de «progreso»? No hagamos bromas pesadas. El movimiento nacional de Puigdemont, Junts, es la variedad de racismo más brutal que ha conocido la España del último medio siglo. Llamarlo reaccionario es poco. Es la tardía herencia de los históricos eugenistas que, hace cien años, atribuían códigos genéticos celestialmente diferenciados a sus benditos hermanos de terruño y lengua. Hoy deberían dar entre risa y miedo a cualquier cabeza no demasiado trastornada. Pero son proyecto de la unidad con Sánchez, que Sumar y Podemos se desviven por alzar: «gobierno progresista», llaman a eso.

Puigdemont, en suma, nos marca el paso. No hay mucho que hacer frente a tal delirio. La alternativa es ahora inocultable. O bien se apela a la unidad de la nación: esto es, a la de los partidos mayoritarios, por encima de distinciones ideológicas. O bien vamos resignándonos al suicidio. Somos siervos del siervo de Puigdemont. Siervos de Puigdemont, pues. Así están las cosas.