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Desde la almenaAna Samboal

La vaca está tiesa

Desde que echó a andar la Constitución, legislatura a legislatura, el café para todos ha ido mermando arcas de la caja común

Corría el año 2008. Un tal Joan Puigcercós, al que hoy pocos pondrán cara, reclamaba al Gobierno de España 20.000 millones de euros. Era el secretario general de ERC y, en esa cantidad, cifraba el déficit que el Estado tenía con Cataluña. Armado de unos estudios denominados balanzas fiscales, que medían la diferencia entre lo que los contribuyentes de una comunidad aportaban a Hacienda y lo que supuestamente recibían en inversiones en infraestructuras o servicios, llegaba a la conclusión de que los andaluces, a los que criminalizaba, día sí, día también, con declaraciones altisonantes y vejatorias estaban robando a los sufridos ciudadanos residentes en su región.

Necesitado de la geometría variable para sostenerse en la Moncloa, Zapatero no sólo prestó oídos a su cansina victimización, sino que se apresuró a satisfacer sus demandas. Creó un enrevesado y confuso modelo de financiación autonómica sostenido sobre cuatro grandes fondos con el que no sólo pretendía garantizar el sostenimiento de los servicios básicos en toda España, sino también compensar a aquellas autonomías que, por aquello de mantener la solidaridad interterritorial, aportaban mucho más de lo que recibían. Entonces, la garantía de igualdad de acceso a los servicios públicos dejó de ser un derecho de los ciudadanos, para convertirse en un derecho de los territorios.

La ley, que mandaba al Gobierno de España revisar el sistema a los cuatro años, sirvió para dar más dinero a los gobiernos regionales, que era lo que pretendían, al tiempo que creó nuevos agravios comparativos. Y, cuando estalló la gran crisis, el Gobierno de Mariano Rajoy se encontró con crecientes demandas. De Valencia, porque se consideraba perjudicada. De Madrid porque no les permitían bajar impuestos, como pretendían. Y de Cataluña, porque, una vez Puigcercós prendió la mecha, Artur Mas se dispuso a agrandarla. Políticamente, era más cómodo criminalizar a Madrid por las estrecheces provocadas por el estallido de la burbuja que asumir los efectos de un crash financiero combinados con un derroche de proporciones crecientes y una gestión calamitosa.

Así que Cristóbal Montoro se dispuso a parchear de nuevo el desastre. No queriendo abrir el melón del modelo de financiación, porque sabía que todos le iban a exigir un dinero que no tenía, creó el FLA, un fondo más para pagar las deudas a unos gobiernos autonómicos incapaces de financiarse en los mercados internacionales a precios razonables. Algunos, la Generalitat de Cataluña sin ir más lejos, tendrían que haberse declarado en suspensión de pagos. Creyó el ministro de Hacienda que, a cambio del dinero y de revisar sus cuentas, se acabarían los lamentos y cortocircuitaría cualquier amago de recesión. O eso nos dijo a los sufridos contribuyentes del resto de España. Nada más lejos de la realidad. El Gobierno catalán pidió más dinero que ningún otro, falseó y escatimó la información que enviaba a Madrid y, no contento con uno, le convocó a Mariano Rajoy dos referéndums.

De aquellos polvos, estos lodos. Ahora, para votar la investidura de Pedro Sánchez, los separatistas exigen que les condonen la deuda. O, para ser exactos, es la oferta que les ha hecho el PSC, que prefiere hablar de dineros, con una Hacienda boyante gracias a la inflación, que de nuevos refrendos. Tendremos lo uno y lo otro: una condonación de las facturas pendientes y una suerte de consulta disfrazada de constitucionalidad. Pero, en esta ocasión, no será el precio pagado por la estabilidad nacional, sino para garantizar la carrera política de un sólo individuo.

Desde que echó a andar la Constitución, legislatura a legislatura, el café para todos ha ido mermando arcas de la caja común. Los primeros presidentes cedieron con la excusa de cumplir el mandato de la Carta Magna, confiando en la lealtad constitucional de los mal llamados entonces separatistas. Ahora, se ha convertido en un chantaje en toda regla para garantizar la estabilidad del correspondiente inquilino de la Moncloa. Y, así, tacita a tacita, están esquilmando el sufrido bolsillo de los trabajadores. Hasta que la vaca no dé más de sí. Está exhausta.