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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Trece rosas y 7.000 religiosos

España se reconcilió consigo misma y necesita recordar y homenajear a todas las víctimas, que ya no tienen bando

Cada mes de agosto, la izquierda conmemora el asesinato de las llamadas «Trece rosas», las jóvenes fusiladas por orden de Franco al poco tiempo del final de la Guerra Civil. Todas ellas pertenecían a las Juventudes Socialistas Unificadas y fueron víctimas de la durísima represión que, al acabar el conflicto bélico, se desató en toda España, con especial intensidad en Madrid, último reducto de la resistencia y, también, escenario de las peores atrocidades de ambos bandos.

Poco antes de su fusilamiento al alba, en la triste tapia de un cementerio, la organización a la que pertenecían fue responsable de otro horrible crimen, el de un comandante de la Guardia Civil, junto a su pequeña hija y su chófer. Nunca se demostró que ellas fueran culpables de los hechos, pero su adscripción a la organización fue suficiente para que, en aquellos tiempos de ajustes de cuentas, fueran ejecutadas sin piedad.

La barbarie es incuestionable y, por mucho que al respecto de sus trayectorias previas existan varias versiones casi antagónicas, es imposible no conmoverse por su final y por el tétrico contexto de la España de los años 30, escrita con sangre de hermanos en aquella locura que mezcló revoluciones, repúblicas, alzamientos, venganzas, guerra y finalmente una dictadura.

En la misma fecha exacta en la que las muchachas homenajeadas por el PSOE fueron ejecutadas, pero tres años antes, 53 religiosos de la Orden de San Agustín del Monasterio de El Escorial acabaron con sus huesos en la cárcel de San Antón: tres meses después se subieron a un autobús de dos plantas que les trasladó a Paracuellos, donde murieron asesinados en la peor matanza de civiles de la guerra, tal vez, con entre 2.500 y 5.000 víctimas, según la fuente, entre ellas al menos 200 menores.

A cada Guernica le acompaña una Cabra, y a cada acto criminal, represivo y brutal le sucedió o antecedió otro, sin que sea sencillo disculpar o entender a nadie a poco que se disponga de un poco de humanidad y de algo de respeto por la historia: hasta 1939, el terror fue generalizado, y a estas alturas de la vida no debería costarnos aceptarlo a todos, sin subterfugios cronológicos ni excusas políticas para escurrir el bulto.

El día que nos duelan igual los campos de concentración del Régimen que las checas de Madrid y Barcelona y nos espeluznemos sinceramente por una fosa común de Pico Reja y por el martirio de cerca de 7.000 religiosos estaremos más cerca de entender qué paso y de aplicarnos una vacuna preventiva para que no vuelva a pasar.

No hubo nadie bueno ni antes ni durante la Guerra Civil, que fue el fracaso de quienes anteponían unos ideales políticos a la defensa de la convivencia entre distintos: a la República la acosaron revolucionarios, separatistas y anarquistas, impulsados por los aires soviéticos de 1917 y dispuestos a implantar un régimen similar en sustitución del sistema vigente, impuesto tras unas elecciones municipales que acabaron con la Monarquía sin el refrendo del voto directo popular.

Y el llamado Alzamiento fue más para mantener el orden republicano que para sustituirlo por una Dictadura, aunque ésa fue la inaceptable consecuencia final durante 40 largos años iniciados, al final del conflicto, con una incuestionable represión y miles de disidentes muertos.

España hizo la paz consigo misma en la Transición, con una Ley de Amnistía que ahora se presenta como un pacto por la impunidad cuando en realidad fue, sobre todo, una imprescindible concesión a los perdedores, sin los cuales no se podía asentar una democracia.

Todo lo que quedara pendiente, debería resolverse sin abrir nuevas heridas, como un pacto fraternal desde el dolor compartido que no niegue las responsabilidades de los bandos, iguale los tiempos y las fórmulas para el recuerdo de las víctimas y no simplifique una historia compleja para arrimarla a un espacio político del presente que, con infinita arrogancia, se arroga el derecho a rectificar a nuestros padres y abuelos.

Las víctimas no tienen bandos. Todas son rosas y, si algo no necesitan, es una colección de capullos con memoria oscilante.