Los muertos que provocan los animalistas
Nuestra sociedad ha adoptado una corrección política absolutamente insoportable en la que se somete a los dictados de los animalistas que provocan los muertos como los de Chantada. Unos animalistas que exigen que, cuando menos, se valore igual la vida de un guarro y la de un ser humano
El pasado sábado ABC dedicaba un amplio reportaje a la invasión que el jabalí está provocando en nuestras calles y nuestras carreteras. Una invasión que provocó hace una semana la muerte en Chantada (Lugo) de dos jóvenes de 18 años, limpios de alcohol y drogas y con el cinturón de seguridad puesto, que fallecieron cuando volviendo de un entrenamiento de baloncesto, chocaron con un jabalí y murieron a causa del impacto.
El domingo, en el mismo diario, mi admirado Ignacio Camacho hacía una trasposición política del incremento del número de jabalíes, con la que se puede estar más o menos de acuerdo. Pero afirmaba algo de lo que quiero discrepar sin matices. «No hay modo de frenar su invasión» en referencia a los guarros. ¡Ah! ¡No! Claro que la hay. Lo que sucede es que nuestra sociedad ha adoptado una corrección política absolutamente insoportable en la que se somete a los dictados de los animalistas que provocan los muertos como los de Chantada. Unos animalistas que exigen que, cuando menos, se valore igual la vida de un guarro y la de un ser humano.
El problema del crecimiento disparado de los cochinos en España -quede claro que estoy hablando de los suidos- requiere solución urgente. Como declaró a ABC Joaquín Vicente del Instituto de Investigación de Recursos Cinegéticos (IREC) cada año se cazan unos 400.000 jabalíes, pero para frenar el aumento de la población se necesitaría eliminar a más del 50 por ciento. Al menos 750.000 al año. Más del doble de lo que se caza ahora. Y la realidad incuestionable es que cae el número de cazadores porque cada vez se pone más dificultades a la práctica del arte venatorio y se agrede desde los medios de comunicación -desde la inmensa mayoría de ellos- a quienes quieren promover ese arte o al menos mantenerlo. Son incapaces de entender el gran lema de la montería, el que en España enarbola el Real Club de Monteros: «Venare non est occidere» Cazar no es matar.
El maestro Ortega y Gasset reflexionó sobre ello en su prólogo al libro «Veinte años de caza» de su amigo el conde de Yebes. Que si la caza es una vocación, y no un trabajo; que por tanto es deporte y una pedagogía para educar el carácter; que es una actividad que transitoriamente nos convierte en paleolíticos entendiendo de dónde venimos; que aunque cazar no es exclusivamente humano, la forma de cazar de los humanos nos distingue de la del resto de las especies animales; y lo que para mí es más importante, el verdadero cazador sabe que las horas de espera o rececho en un campo son de comunión con lo que allí sucede a su alrededor. El montero puede acabar feliz un día en que no ha matado nada. En el precioso artículo de despedida de Álvaro Ussía que publicó su hermano Alfonso en El Debate el pasado domingo nuestro compañero recordaba cómo «Álvaro era un cazador a su aire. Si le entraba un venado al puesto, le animaba a seguir su paso: ‘Matar un venado es como disparar contra un autobús de dos pisos’». Estoy seguro de que Álvaro hubiera compartido el placer de ver correr entre coscojas, casi fuera de tiro, unos cochinos que estaban allí para ser abatidos. Y el momento se disfruta por igual si se falla.
Pero fallar no ayuda nada a resolver el problema que tiene España en esta hora. La población se ha disparado de forma inverosímil. Yo conozco de primera mano un coto toledano donde se da un gancho de guarros anualmente en una mancha de unas 35 hectáreas de soto y en la que, a lo largo de tres lustros, con unos doce puestos, se han matado cada año entre ninguno y seis guarros. De repente, el año pasado, con similar concurrencia de circunstancias y monteros se mataron 24.
Pero cazar es políticamente incorrecto y por decir que lo haces te insultan. Cuando ahora vemos piaras de guarros hambrientos corriendo por las calles de las ciudades o por las palayas, pienso siempre en que llegará un día en que un niño correrá con inocencia hacia uno de esos rayones tan bonitos, creyendo que es tan inocente como el cachorrito de un perro. Y ése es el momento en que una jabalina de cuatro patas se convierte en tan peligrosa como la que lanza un atleta olímpico. Si eso se clava en alguien, no digamos en un niño pequeño, mata.