Chistes
Crear un chiste en tiempos de Sánchez y sus socios tiene sobrado mérito. Y yo rindo un sincero homenaje a su autor. Al menos, queda uno
Los autores de los chistes orales son anónimos. Surgen y se cuentan. Antonio Mingote no dibujaba chistes. La mayoría de sus dibujos son editoriales trazados. El sentido común. Los creadores de chistes callejeros, tabernarios, blancos, obscenos, sexuales y religiosos son desconocidos. Han menguado en número y en calidad. Una España sin chistes renovados es más triste. A Franco le divertían mucho los chistes que se hacían y contaban con él de protagonista. El de su muerte, su ascenso a los cielos, su exigencia de ser recibido por Dios, su larga audiencia con el Sumo Hacedor, y su triunfante abandono del despacho divino. Y Dios, que sale a darse una vuelta entre las nubes, serio y dubitativo. San Pedro le pregunta: «Señor, ¿qué tal con Franco?». Y Dios que responde: «Bien, bastante bien, me ha dicho que hay que ordenar un poco el Cielo y sus planes me parecen correctos. Lo que no entiendo de Franco es su insistencia en nombrarme vicepresidente».
Detrás de los chistes –me refiero a los buenos, es decir, a los que me hacen gracia– hay un movimiento cultural escondido. Antaño, mucho más activo que hogaño. Hoy, no vuelan de boca en boca, como ayer, chistes nuevos. Quizá la causa no es otra que la disminución preocupante del nivel cultural y el sentido del humor, que es el sentido común, de los españoles. Aplicación estricta del sentido común a los aconteceres de la vida diaria. Tono se inventó uno, muy celebrado. El señor que pasea del brazo de su hija, que está de muy buen ver. Y el amigo que se encuentra por la calle. El padre de la hija presume de ella: «Aquí, donde la ves, se pudo casar con un duque»; «¿Y por qué no se casó?»; «porque no quiso el duque». Contar bien un chiste es una obra de arte. Nadie ha superado a mi amigo cordobés, de Lucena, Juan Carlos Fernández Villalta, que se casó con una maravillosa mujer donostiarra, Marta Echevarría. Marta, que habrá oído contar centenares de veces los mismos chistes a Juan Carlos, sigue llorando de risa, porque su maestría en la narración es insuperable. Un amigo mío, ya en la Gloria, decía que, si un chiste era malo y poco gracioso, se convertía en bueno y graciosísimo si se contaba con acento catalán. El acento vasco es también muy beneficioso, y así como el humor catalán en sí carece de relieve, en las Vascongadas existe un humor genuino y popular. «Pachi, al pasar por tu casa he visto a tu mujer besándose con otro». Y Pachi, indignado, se sube a una bicicleta, pedalea con fuerza y se pega un trompazo. «Esto me pasa por 'preshipitado'. Porque no me llamo Pachi, no estoy casado y no sé montar en 'bishicleta'». Y la monjita que entra en un autobús abarrotado, en hora punta, con una bolsa. Viene de hacer la compra. Y advierte continuamente «cuidado con los huevos, por favor, cuidado con los huevos». Un usuario del autobús reprende a la religiosa. «Hermana, ¿cómo se sube a un autobús abarrotado de gente con una bolsa de huevos?» «No son huevos, señor. Son alfileres».
En esta España de hoy, triste, cursi, dominada por la inquisición feminazi, el animalismo y el sentido del humor comunista –pura contradicción–, no surgen nuevos chistes. Pero un jándalo, es decir, un montañés afincado en Andalucía –Sevilla o Cádiz– me contó días atrás un chiste nuevo que me alertó la esperanza. La mujer que le dice a su marido: «Juan José, he soñado que pasaba toda la noche en Mercadona» ; «Pues yo también he tenido un sueño extraño. Que he pasado toda la noche en la cama con tres mujeres»; «¿estaba yo entre ellas?», «No, tu estabas en Mercadona».
Crear un chiste en tiempos de Sánchez y sus socios tiene sobrado mérito. Y yo rindo un sincero homenaje a su autor. Al menos, queda uno.