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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Historia de un desastre

Ya estamos donde nunca deberíamos haber estado, a veces los pueblos se equivocan, y este es uno de esos casos

Aunque no sea una lectura muy de chiringuito agosteño, vamos a contar la breve historia de un desastre:

En la primavera de 2018, el PSOE es un partido en el diván. Arrastra los pies, no llega a noventa diputados y desde 2011 pierde sistemáticamente las elecciones frente al PP. Pero los populares también sufren, porque sus sonados casos de corrupción, el cuasi monopolio televisivo de la izquierda, la gandulería ideológica del marianismo y el hecho de que la derecha esté partida en tres marcas lo privan de alcanzar las mayorías que posibilitan gobiernos estables.

En ese contexto, Sánchez, un maniobrero muy correoso y carente de todo escrúpulo político, lanza en junio de 2018 el más impensable de los órdagos. Cierra entre tinieblas, sin hacerlo público, un acuerdo con el preso separatista Junqueras, colíder de un golpe sedicioso cometido en 2017, a fin de que ERC le facilite la llave de la Moncloa sin ganar las elecciones. El precio oculto consiste en indultar a Junqueras y sus cómplices y eliminar a su dictado los delitos de sedición y malversación. En paralelo, Sánchez paga el apoyo del partido de ETA prometiendo a Otegui que abrirá la vía para que sus terroristas vayan saliendo. A lo largo de la legislatura, el presidente irá abonando puntualmente esos contratos secretos e inimaginables, que ocultó por completo a los españoles durante su investidura.

El balance del Gobierno de socialistas y comunistas entre 2018 y 2023 resulta flojo e inquietante. Flojo, porque su labor contra la pandemia es mala y el daño económico, alto. El gasto público se dispara. La gestión del supuesto maná de los fondos europeos pincha, con el dinero trabado por una burocracia torpe. Pero además la legislatura se vuelve inquietante por los crecientes ramalazos autoritarios del presidente, condenado por dos veces por el Tribunal Constitucional por su abusivo estado de alarma e impulsor de una aberrante intromisión en la independencia judicial. Sánchez dispara el nepotismo y convierte instituciones públicas de todos los españoles en peones de su propaganda partidista. Además, lanza un programa de ingeniería social muy potente y pegajoso, con el ánimo de ahormar a toda la sociedad a su ideología, la única que admite, y alcanzar así un imperio perpetuo de la izquierda. Ese plan contraviene los principios morales cristianos, todavía imperantes socialmente en España, e incluso vulnera el puro sentido común (véase las leyes trans y del 'solo sí es sí'), pero acaba imponiéndose.

Con semejante balance, y con un talante personal chulesco y narcisista, Sánchez se convierte en un personaje muy divisivo. Lo paga en las elecciones del 28 de mayo de este año, catastróficas para el PSOE. Su partido pierde las municipales frente al PP y además los socialistas se quedan casi sin poder autonómico, conservando tan solo Castilla-La Mancha y Asturias. La reacción de Sánchez es sorprendente. Convoca las elecciones generales para solo dos meses después de tan duro varapalo. La fecha resulta excéntrica y tramposa: finales de julio, en plena canícula vacacional y en un puente en el que en España se registran tres millones de desplazamientos. El voto por correo pasa a tener un peso inusual (y todavía no se ha informado sobre quién, dónde y cómo lo custodió).

Las principales firmas demoscópicas dan por sentado que la suma de PP y Vox alcanzará los 176 escaños de la mayoría absoluta. Adiós al sanchismo. Incluso el principal diario prosocialista lo ve factible. Pero surge la sorpresa. La derecha no suma. El PP obtiene 48 escaños más, pero pincha la pata de Vox, que pierde 19. La suma de ambos se queda a seis escaños del listón. PP y Vox han cometido dos errores en la campaña. El primero, pelearse entre ellos, haciendo así el caldo gordo a la izquierda. El segundo estriba en que han sido incapaces de transmitir a una mayoría absoluta de los españoles una idea-fuerza muy sencilla: España está en juego esta vez, porque si Sánchez repite, los pagos a los separatistas comprometerán la propia unidad nacional. Por supuesto: la universidad, la cultura y las televisiones, todas dominadas por la izquierda, soslayan ese riesgo cierto. En cuanto a los grandes empresarios españoles, es legendaria su abulia –quizá serviría también la palabra cobardía– a la hora de salir a defender en público sus intereses y los de su país.

Feijóo gana las elecciones. Una victoria meritoria pero estéril, porque no cuenta con apoyos para alcanzar los 176. ¿Lo logrará Sánchez? Se suscita un gran debate al respecto, cuya primera respuesta ha llegado este jueves. Los separatistas, incluso aquellos tan atrabiliarios y radicales como Puigdemont, saben que el PSOE, hoy un partido filonacionalista, resulta una bicoca para ellos. Siempre les convendrá más que un ejecutivo de derechas, más firme en la cuestión nacional, sobre todo con Vox en la ecuación.

Por supuesto, al final Puigdemont apoya a Sánchez para que la socialista y filonacionalista Armengol presida el Congreso. El PSOE sanchista se mueve de nuevo como en junio de 2018, con una agenda oculta. Dice en público que el pago a Puigdemont ha consistido en que se hable en catalán en el Congreso y en el envío de una carta a Bruselas pidiendo hacer lo propio en UE. También habla de avanzar en la «desjudicialización» de la política (concepto propio de un régimen autoritario, pues la única manera de que un Ejecutivo pueda cumplir tal promesa es liquidando la independencia de los jueces).

Pero parece evidente que convertir el Congreso en la Torre de Babel es poco pago para conquistar a Puigdemont. Vuelve a existir un contrato en la sombra, probablemente alguna forma de consulta y de amnistía, que Sánchez colará a lo largo de la legislatura gracias a haber atornillado a su leal Pumpido en el TC. Lo logrará sin mayor alboroto pese a tratarse de un despropósito anticonstitucional, porque domina las televisiones y porque existen diez millones de votantes que han antepuesto sus fijaciones ideológicas izquierdistas –el rencor de clase y la preferencia por una igualación a la baja– a la unidad de España y la preservación de su sistema legal de derechos y libertades.

Por su parte, la derecha, que no ha entendido nada, sigue a la greña de manera ridícula, esta vez a cuenta de la Mesa del Congreso. Las televisiones continúan remando para el PSOE, leales a su chollo publicitario con el duopolio. Los separatistas acarician ya su sueño de crear sus pequeños estados, más o menos asociados a lo que todavía llamamos España. Los empresarios que puedan seguirán la ruta de Ferrovial cuando la cosa se ponga cruda. La ingeniería social dará otra vuelta de tuerca. La democracia se oxidará hasta niveles inquietantes. En resumen: el que podía ser uno de los mejores países del mundo entrará en una crisis severa, porque a veces los pueblos se equivocan en las urnas y sus clases dirigentes tampoco están a la altura.

¿Qué nos queda? Pues en la medida de las posibilidades de cada cual, defender la libertad y aquellos principios morales que consideramos que salvaguardan la dignidad del ser humano.

En Venezuela también se vivía bien. Hasta que un día dejó de ser así.