El beso y España
Mientras nos distraen con Rubiales, personaje que no suele perder la ocasión de equivocarse, no se habla de lo realmente grave y trascendente
Los olvidados Churumbeles de España fueron un grupo que hizo las Américas en los años cincuenta. Uno de sus grandes éxitos, la coplilla El beso, no pasaría hoy el cedazo censor de la corrección política. Me acordé de su famoso estribillo («la española, cuando besa, es que besa de verdad») viendo hace cinco días la sesión inaugural del Congreso. Llegaba a su escaño el presidente filo separatista Pere Sànchez, muy bronceado tras su periplo canario-marroquí, cuando se le abalanzó en tromba Yoli Díaz, también con la piel broncínea y ataviada de Sanfermines, con una camiseta de asas roja y unos pantalones blancos. Nada más pispar al líder de la coalición socialista-comunista-separatista, Yolanda se fue a por él. Con una mano le trincó el cuello; con la otra, la mejilla izquierda, y comenzó a besuquearlo. La cosa fue tan cantosa que en un momento dado, Pere Sànchez parece replegarse azorado ante semejante efusión acariciadora y casi le hace la cobra. Por su puesto no hubo un solo comentario crítico. ¿Se imaginan qué hubiese ocurrido aquí si un diputado del PP, o no digamos ya de Vox, hubiese abordado con un placaje similar a una dirigente de la izquierda? En efecto: el fin del mundo.
Se está montando la mundial, nunca mejor dicho, con otro beso. Luis Rubiales, que no suele malgastar las ocasiones de equivocarse, no tuvo más gañán impulso que plantarle un beso en la boca a Jenni Hermoso, una de las jugadoras españolas, durante las celebraciones del Mundial. Estaba fuera de lugar –si hubiese tenido delante a Joselu o Carvajal es evidente que no los habría besado en los labios– y ha pedido disculpas. Pero la izquierda ha aprovechado el patinazo para armar un escándalo político de sesgo «progresista». La purgada y ya extinta Irene Montero habla incluso de «violencia sexual». El asunto ocupa grandes desarrollos en las televisiones coloradas del régimen, que lo ven como lo más importante del día.
Las celebraciones de la Copa del Mundo de fútbol femenino darían para comentarios de más enjundia. Por ejemplo, se podría hablar de la escrupulosa autocensura con que los medios de izquierda y los principales políticos «progresistas» evitan la palabra España al hablar del fantástico éxito del equipo. Se aplaude la gesta, pero es como si las campeonas jugasen en un club feminista autogestionario, que solo las representa a ellas. Cuando España ganó el Mundial de Sudáfrica en 2010, los futbolistas españoles portaban dos banderas nacionales en el momento en que festejaban su victoria en el césped. Esta vez solo apareció una… pero porque la llevó la infanta Sofía. Las jugadoras no parecían sentir los colores de su país (tampoco en sus declaraciones). Era como si aquello fuese la Selección Federal Autonómica, pues sí se ataviaron con enseñas de Canarias, Madrid, Galicia… España sufre hoy un déficit de patriotismo, porque el modelo autonómico ha provocado un distanciamiento respecto a la idea nacional. Esa promoción de jugadoras han sido educadas en un país donde ya no se enseña apenas la historia común y donde todos los asuntos cotidianos dependen de la instancia autonómica. Han sido formadas en el culto ombliguista al terruño –especialmente el ramillete de las del Barça– y lo de España las deja más bien frías.
Mientras nos distraen con la chabacanería de Rubiales, ocurren cosas mucho más trascendentes. La más notoria es que ha comenzado la ronda de consultas del jefe del Estado para ver a qué candidato propone. Y resulta, cómo no, que Junts, ERC, Bildu y BNG, aliados imprescindibles del perdedor de los comicios, se niegan a acudir a despachar con el Jefe del Estado. Estamos ante el retrato perfecto de un absurdo: ¿Se puede proponer como candidato a presidente a un aspirante cuyos aliados se niegan a despachar con el Rey dentro de los procedimientos que marca la Constitución? Mi modestísima opinión es que no.
El artículo 99 de la Carta Magna fija que «el Rey, previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del presidente del Congreso, propondrá un candidato a la presidencia del Gobierno». Pero aquí ese trámite se está incumpliendo, toda vez que cuatro aliados imprescindibles del aspirante socialista desprecian al jefe del Estado, a España y a su Constitución y se niegan a participar.
La Constitución establece también que el Rey es el «símbolo de la unidad y permanencia» del Estado. Entre sus funciones, la Carta Magna señala que «arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones». ¿Es un «funcionamiento regular de las instituciones» que un candidato se presente del ganchete de partidos cuyo punto de vista no puede conocer oficialmente el Rey, toda vez que se niegan a verlo? ¿Es un «funcionamiento regular de las instituciones» que un candidato que ha perdido las elecciones dependa para alcanzar el poder de la luz verde de un prófugo de la justicia española escondido en Bélgica? ¿Está amenazada o no la unidad de España que simboliza el Rey con un candidato a presidente que será rehén desde el primer minuto de los separatistas, incluidos el partido de ETA y las dos formaciones coautoras del golpe sedicioso de 2017?
La situación es complicadísima: el candidato que ha ganado carece de apoyos para sumar los 176 votos que se requieren y el aspirante derrotado en las urnas quiere recurrir a la muleta de partidos separatistas y antisistema. ¿Cuál es la solución? Solo cabrían dos: un entendimiento entre PP y PSOE para salvaguardar la unidad de España y el orden constitucional (lo cual es imposible por el cainismo político y la deriva de los socialistas con Sánchez) o devolver la pelota al pueblo español para que vote de nuevo, y en condiciones más normales que un puente a finales de julio.
Esto sí es un debate crucial, y no los besos australianos.