Fútbol femenino
El formidable éxito de las jugadoras contrasta con el silencio del feminismo oficial ante dos escenas desagradables que no han tenido respuesta
La gran fiesta feminista del fútbol femenino tiene un peculiar contexto que no esconde el fulgor de la victoria en el Mundial: 12 jugadoras quedaron fuera de la selección por denunciar los supuestos abusos de poder de un hombre, el entrenador, y mantener esa posición de dignidad hasta el final, aunque ello les haya quitado disfrutar de un título que también merecían.
Esa protesta debía de haber tenido algún tipo de respuesta por las jugadoras que sí han acudido al campeonato: o la suscribían, y en ese caso España se hubiese quedado sin equipo o sin seleccionador; o la desmentían, defendiendo al acusado en falso incluso a costa de perder amistades.
No ocurrió ni lo uno ni lo otro y no sabemos si las denunciantes son unas mentirosas o las ganadoras unas cobardes, pero una de las dos cosas es cierta y escasamente compatible con los valores que todos hemos visto en la victoria: no tanto un gran espectáculo deportivo, en comparación con el fútbol masculino, cuanto una fiesta nacional parecida a la que sentimos cuando un regatista gana una medalla olímpica y, sobre todo, un conmovedor avance social en un país que hasta 1975 mantuvo la «Licencia marital» para tutelar las decisiones legales y jurídicas de las mujeres casadas.
No hace tanto el NODO presentaba a las primeras futbolistas como unas pintorescas inútiles que se entretenían arrastrándose torpemente por el campo a la espera de realizarse como esposas y dedicarse a lo suyo, que era el hogar.
El salto es espectacular, y estas chicas lo han dado con su esfuerzo y antes con el de sus madres y abuelas, que no necesitaron enseñar los pechos en un concierto ni montar un Ministerio de Igualdad plagado de hiperventiladas para hacer más por la mujer, sin saberlo ni buscarlo incluso, que tantas y tantas profesionales de la causa, tan noble como torticeramente explotada como negocio político y económico.
Ése es el valor del Mundial, y es formidable, sin necesidad de entrar en odiosas comparaciones sobre el rendimiento deportivo o los ingresos económicos de Putellas o de Messi, que sólo están en boca de los demagogos: ganarán lo mismo cuando produzcan lo mismo; y gustarán lo mismo cuando sean capaces de hacer lo mismo.
Así es la vida, incluso para los hombres que nos dedicamos a actividades menos productivas que las de una estrella del fútbol o de la música o juegan en equipos de poca categoría y ganan menos por ello: no basta con dedicarse a lo mismo; hay que generar lo mismo.
Pero si esa lección femenina prevalece sobre la deportiva, tiene poco sentido que no nos preguntemos por el manto de silencio en torno al entrenador, por el desprecio a las mujeres denunciantes y por cómo encaja en todo ello el bochornoso episodio final protagonizado por el presidente de la Federación, con ese beso en la boca a una de las jugadoras.
No se puede ensalzar el éxito feminista de la Selección y pasar por alto un supuesto caso de abuso masivo de algún tipo hacia tantas mujeres ni esa celebración babosa del jefe en los morros de una estrella. Quizá ellas, las jugadoras, no son más que eso, buenas deportistas, sin vocación de heroínas ni un sentido de la historia especialmente agudo.
Pero tiene bemoles que el «Gobierno más feminista de la historia», con un Ministerio dotado con 500 millones de presupuestos y un catálogo de leyes delirantes en nombre de la mujer, y los medios más leales a su talibanismo inverso; no hayan sido capaces de auxiliar a las víctimas del entrenador en su momento, o al entrenador en su defecto si todo era una patraña, y ahora se traguen de nuevo el ósculo baboso del patrón retransmitido en directo, rechazado por la jugadora en un primer momento y defendido por el autor entre insultos a todos los que no tragamos con su chulería.