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El observadorFlorentino Portero

Flor de invernadero

La democracia requiere de políticos capaces y decentes, pero, sobre todo, necesita de ciudadanos capaces y decentes. Si un político miente sistemáticamente y eso no conlleva una merma de prestigio o apoyo es porque mentir no es considerado un comportamiento incívico. ¿Puede una democracia sobrevivir en esas condiciones?

La democracia es el sistema político más justo, respetuoso con la dignidad humana y favorecedor del desarrollo económico y social conocido. Ha resuelto como ningún otro el espinoso tema de la legitimidad. Tanto es así que sus mejores enemigos reivindican para sí la condición de democracias. En este sentido es muy interesante seguir la argumentación de los gobernantes rusos o chinos para justificar su sistemática violación de los fundamentos de la democracia, siempre amparados en diferencias culturales de imposible comprensión. Sin embargo, la democracia es muy frágil, porque depende de la voluntad y madurez de las respectivas sociedades el mantener los equilibrios entre los diversos poderes y salvaguardar los principios constitucionales. La democracia es siempre un logro de cada generación. El acceder a ella no implica su preservación. Si no la cuidamos la perderemos a manos de sus enemigos, que ya no disputan su bondad, en ese terreno perdieron todas las batallas, sino que tratan de vulnerarla desde dentro, presentándose como sus auténticos valedores.

Desde el inicio de la Gran Depresión, en el año 2008, venimos observando un deterioro de las democracias en el mundo. Se han escrito miles de páginas al respecto. Normalmente se incide en la responsabilidad de los gobernantes. No es mi intención restar ni un ápice de culpa a sus comportamientos, pero sí abrir el debate a la responsabilidad de los gobernados. Los primeros son elegidos por los segundos. En tiempos se exigía a los primeros una condición de superioridad. No todo el mundo valía, hacía falta presentar un currículo sobresaliente para poder acceder a las altas magistraturas. Sin embargo, poco a poco los ciudadanos fueron ganando confianza en sí mismos al tiempo que desconfiando de esas elites. Se fue imponiendo el político que «llegaba» al votante, que era percibido como «uno de nosotros». Lo fundamental era la «sintonía». Desde el 2008, y por razones perfectamente comprensibles, el rechazo a las elites ha crecido, dando paso en todo el ámbito democrático a la emergencia de una clase política que pone en cuestión la pervivencia de este sistema.

Los políticos no son seres extraños, significativamente distintos de los demás. Desde luego, no son ni más ni menos virtuosos que el resto de sus conciudadanos. En democracia la clase política es una perfecta expresión de su sociedad. En ese sentido podemos afirmar que un estado tiene la clase política que se merece. El debate que llena las páginas de la prensa española, y que encuentra buen reflejo en la internacional, sobre el comportamiento del presidente de la Real Federación Española de Futbol es un buen ejemplo. Lo realmente preocupante, lo que pone en evidencia el problema mayor, es que tanto el actual presidente como su predecesor fueron elegidos por los clubes y gozaron de enorme apoyo. Los gobernados se sentían bien representados, a pesar de sus comportamientos. Ambos eran perfecto reflejo de la ausencia de valores y principios del futbol español, de su enraizada corrupción. No nos distraigamos, pues, con lo anecdótico y prestemos más atención a lo fundamental.

La democracia requiere de políticos capaces y decentes, pero, sobre todo, necesita de ciudadanos capaces y decentes. Si un político miente sistemáticamente y eso no conlleva una merma de prestigio o apoyo es porque mentir no es considerado un comportamiento incívico ¿Puede una democracia sobrevivir en esas condiciones? Hace exactamente un siglo los pensadores europeos reflexionaban sobre cómo podrían adaptarse las instituciones representativas a la «sociedad de masas». La demanda de democracia era una realidad, pero no estaba nada claro que los ciudadanos tuvieran el criterio o la madurez para sostenerla. Entre nosotros José Ortega y Gasset escribió una obra de referencia sobre este tema, La rebelión de las masas. El tiempo dio oportuna respuesta a aquellas reflexiones. En Europa dos guerras mundiales. En España el desastre de la II República, la Guerra Civil y cuarenta años de dictadura.

Un siglo después siguen vigentes esas reflexiones, a las que mi querido Ignacio Sánchez Cámara ha dedicado especial atención. Quisiera hacer sólo mención de tres ideas.

1. No hay democracia sin ciudadanos. Un ciudadano es alguien capaz de ejercer derechos y deberes. No basta con ser nacional y mayor de edad. El ciudadano se hace en la escuela y en la familia. Bajar el nivel de exigencia escolar y crecer en familias desestructuradas es la garantía de un comportamiento incívico.

2. Si «cualquiera puede ser presidente», como en su momento indicó Rodríguez Zapatero, es seguro que tanto la democracia como los servicios públicos se deteriorarán. Las altas magistraturas requieren de un nivel de excelencia acorde con las responsabilidades y las dificultades implícitas en el cargo. Si una sociedad no entiende esto se quedará sin democracia y sin servicios y eso será justo, porque no merecerá otra cosa. El legado de Rodríguez Zapatero es un buen ejemplo.

3. Como Ortega nos explicó con meridiana claridad, en democracia o la política es pedagogía o no será. Esto es algo que el Partido Popular español, por poner un ejemplo, nunca ha entendido y así le va. En democracia la gente cuenta y sin su respaldo nada relevante se puede hacer. La primera obligación del político es explicar la realidad, los retos que una sociedad tiene ante sí. Desde esa explicación, proponer una ruta hacia un objetivo y cómo hacer frente a esas dificultades para, finalmente, acceder a la consumación de esa «idea de nación» que toda comunidad necesita. La política no es administración, ésta es un instrumento de aquélla. Toda comunidad necesita acordar unas metas en torno a las cuales cohesionarse y eso sólo se consigue desde la pedagogía y el liderazgo.

Es muy fácil culpar de todos nuestros males a los políticos, pero no toda la responsabilidad es de ellos. No nos engañemos, tenemos los políticos que nos merecemos y, desde luego, ellos no son peores que nosotros, son, sencillamente, nuestro reflejo. Si queremos preservar nuestra democracia, y con ella nuestra libertad y dignidad, más vale que empecemos a reconstruir nuestra ciudadanía, porque es ahí, entre los gobernados, como ocurre con la Real Federación Española de Fútbol, donde se encuentra el núcleo del problema.