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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Devotos perros

Hoy, ningún juez se atrevería a dictar sentencia contra un perro, aunque el can fuera transportista de virus contagiosos.

Como los perros, los gatos, los loros y demás mascotas han conseguido tener en España más derechos – sin ser exigidos por los deberes-, que los humanos, no se le concede la menor importancia a la, cada día más frecuente, asistencia de cánidos devotos a las iglesias durante los oficios dominicales. Semanas atrás, me concentré en exceso escribiendo mi artículo para El Debate, y me presenté con cinco minutos de retraso a la Misa del domingo. Nadie me amonestó por ello, excepto un perro que, enfadado por mi impuntualidad, me ladró al entrar en el templo. Menos mal que su ejemplar propietario lo llevaba sujeto por una correa, porque el perro, como escribiría Wodehouse, me miró con evidentes deseos de mutilación.

En mi juventud, en la parroquia donostiarra del Antiguo, en la calle Matía, entró una señora en el templo con un perrito blanco en su regazo. Oficiaba el reverendo padre Florencio Lecumberri, excepcional barítono. El perrito dormitaba entre los brazos de su dueña y pasó desapercibido hasta que, incómodo por algún detalle, emitió un desagradable ladrido. Ladrido agudo, de perrito mimado y faldero. El padre Lecumberri detuvo la prédica, y expulsó a la señora del recinto sagrado con palabras muy poco adaptables a la duda: «Señora, salga inmediatamente de la iglesia y llévese a esa cursilería de perrito, que es una porquería». Y estalló una unánime ovación en el templo.

El perro devoto es frecuente en todo el territorio nacional, incluída la futura RAC, la República Árabe de Cataluña. Hasta el momento, el perro devoto se limita a seguir con más o menos concentración los sagrados oficios. Pero en pocos meses, algún propietario lo acercará al confesionario para que sus pecados le sean perdonados a través de las palabras de su dueño. «Padre, “Golden Boy», aquí presente, no me obedece cuando le ordeno que baje de la mesa y deje de comerse mis cruasanes. Asimismo, «Golden Boy» cuando se cruza con la perra de mi vecina, cae en los malos pensamientos y tira de la correa para olisquearla. Y creo que es bastante racista. No soporta a los perros callejeros ni a los vendedores de enciclopedias a domicilio. Le ruego que, pesar de su absoluto desinterés por el propósito de enmienda, perdone sus pecados». Y el sacerdote tendrá que hacerlo, porque el propietario de «Golden Boy» siempre es capaz de ponerle una denuncia por maltrato animal.

El patrono de los perros devotos es San Excalibur, el perro de la auxiliar de enfermería, Teresa Romero, señora de Limón, que fue sacrificado por orden judicial por precaución. Su propietaria no siguió a rajatabla los protocolos sanitarios y se contagió de ébola. Cuando Excalibur fue sacrificado, se convocaron airadas manifestaciones por las izquierdas animalistas, que me recuerdan un poco a las que hoy se producen por un pico eufórico que ha soliviantado al histerismo feminista imperante en nuestra sociedad. Guardo en mi memoria las imágenes de hombres hechos, derechos y aparentemente lejanos al jabón, llorando desconsolados durante las concentraciones de protesta por el fallecimiento de Excalibur. Aquello sucedió en 2014, y en los nueve años que han transcurrido desde la ejecución canina hasta hoy, la sociedad española ha empeorado considerablemente. Hoy, ningún juez se atrevería a dictar sentencia contra el perro, aunque el can fuera transportista de virus contagiosos.

El perro de San Roque ha perdido toda su influencia.

Acabaremos los españoles siendo conducidos por las calles con correas llevadas por nuestros perros.

Normalidad democrática, progreso.