Si Feijóo debe o no bajar a los infiernos
Los nacionalistas tienen en unos meses unas elecciones autonómicas de las que probablemente saldrá un Gobierno Sánchez-Otegi, perspectiva que los va a mandar fuera del poder. Tienen la opción de que el posibilismo y la moderación los rescate de terminar en la oposición.
Es comprensible que en el PP se hayan levantado voces muy autorizadas, ente otras la del brillante candidato catalán Alejandro Fernández, en contra de que Núñez Feijóo hable con distintas franquicias del diablo, que nunca se ha visto tan representado como en la política española: Puigdemont, Ortúzar y demás patulea. Es más que entendible que la masa crítica contra Pedro Sánchez se lleve las manos a la cabeza viendo que el único líder que por el momento puede apearle de Moncloa, haga lo propio con los que, con razón, ha estigmatizado, porque tienen como obsesión acabar con nuestra nación. Pero con ser sólida esa argumentación, hay otra no menos sustantiva: si la derecha se cierra en banda a hablar -que no es lo mismo que ceder- con interlocutores que en buena lógica no le gustan, tendremos sanchismo (o los herederos que vengan después) para siempre. Pedro estará a sus anchas: él encamándose con quien le plazca, y ayudando a blanquear a los malos legitimando sus objetivos (esa es la clave) a través de concesiones inmorales, y el PP obligado a estar en la oposición ad aeternum, bloqueando la alternancia de por vida.
Sentarse a hablar no es rendirse. La actual fragmentación parlamentaria no permite ninguna alternativa que no pase por llegar a acuerdos democráticos con algunos partidos que repugnan en sus objetivos. Al PP se le reprocha por parte de la cínica izquierda que pacte con Vox, un partido absolutamente democrático que representa a tres millones de españoles, y además se le da con la puerta en las narices si quiere llegar a acuerdos con el PSOE actual. La perspectiva es, pues, color hormiga para los que quieren mandar al presidente en funciones a su casa de Pozuelo de Alarcón. Por eso debe explorarse la más mínima opción que exista con partidos que, aunque separatistas, tienen raíces conservadoras que nada tienen que ver con el abertzalismo de Otegi, aunque les una la «arcadia feliz» de la independencia.
En el País Vasco, hay muchos ciudadanos que votan PNV que les espanta el comunismo y los zarrapastrosos de Bildu y un empresariado alarmado por las políticas comunistas de Sánchez, que ha perjudicado extraordinariamente con su fiscalidad voraz a la industria vasca. Los nacionalistas tienen en unos meses unas elecciones autonómicas de las que probablemente saldrá un Gobierno Sánchez-Otegi, perspectiva que los va a mandar fuera del poder. Tienen la opción de que el posibilismo y la moderación los rescate de terminar en la oposición. A ellos, entre otros, va dirigida esta estrategia de Génova: controvertida, sí, pero no completamente desatinada.
La reunión de hoy entre Pedro y Alberto ha de entenderse también en esa lógica. No parece que para el jefe del PP sea el mejor plan encontrarse con el líder del «no es no», que le ha insultado y denigrado solo y en compañía de su orfeón periodístico, que ha desempolvado las fotos del yate con Marcial Dorado, que está vendiendo a España en trozos y que ha blanqueado a los herederos de los asesinos de ETA. Pero esto no va de lo que le apetezca a uno. Hay un bien mayor que proteger: acabar de una vez por todas con el régimen que inició el cainita Zapatero en 2004 y que su alumno aventajado Sánchez ha llevado al paroxismo. Por eso el diablo también debe ser escuchado hoy en el Congreso. Bajar a los infiernos, sin perder la integridad, a veces es necesario.