Se nos va Meritxell
La dimisionaria lleva 30 años sirviendo a los peores y ayudando a limpiar sus tropelías
Batet se ha marchado sin hacer ruido, quizá porque lo había agotado en su triste mandato como presidenta del Parlamento Sanchista, otrora conocido como Congreso de los Diputados, donde actuó con más peligro que el mismísimo Tejero.
No está claro si Meritxell engrosa la lista de caídos en desgracia de Sánchez, como Calvo, Redondo o Ábalos; o su salida es el preámbulo del generoso pago por los servicios prestados que la aguarda en alguna embajada, empresa pública u organismo internacional: su peloteo final al Gran Timonel avala ambas opciones y la deja en vilo, en un duermevela, que es como le gusta a Sánchez tratar a sus súbditos, con ese punto de crueldad imprescindible en todo autócrata de pro.
Batet ha sido la peor presidenta del Congreso desde 1978, a la espera de que Francina Armengol la supere, y en ello está: la señora que estaba de copas en un garito mientras todos andaban confinados, la presidenta balear que miró para otro lado cuando abusan sexualmente de menores ha tenido un estreno mítico con la imposición de las lenguas «cooficiales» en la Cámara, puede superar a su predecesora a poco que entrene.
Meritxell ha sido la vara de medir del sanchismo, en su variante de transformar las instituciones en meras extensiones del poder personal de un satrapilla para el que nunca han contado las urnas: lleva siendo presidente desde 2018, por lo civil o lo militar, y en todos los casos con los peores resultados históricos del PSOE y el menor apoyo propio de la democracia.
Sánchez ha compensado ese déficit estructural completando mayorías con cualquiera y a cualquier precio, incluyendo la estabilidad constitucional de España, y lo ha rematado poniendo un Tezanos en cada rincón del Estado para recrear la versión occidental del universo coreano de Kim Jong Un: la verdad da igual, lo importante es cómo se impone el relato.
Y esa realidad paralela, que convierte en trabajadores a los parados y presenta la deuda pública como un síntoma de progreso, Batet ha sido decisiva: legalizó un pucherazo con la reforma laboral para evitar que el Gobierno cayera; tapó las andanzas del Tito Berni; cerró el Congreso con el Estado de Alarma declarado luego inconstitucional y, en general, perfumó desde su puesto todas las sentinas de Sánchez, en lugar de echar la lejía exigible a la tercera autoridad del Estado.
Nadie está 30 años en política sin guardarle lealtad estricta al patrón, y Batet lleva más tiempo en la pomada que años fuera de ella, lo que siendo tan joven revela la naturaleza de su función, primero con Zapatero y después con Sánchez.
A la espera de nuevo destino, quizá pueda pasear más tranquila junto a Juan Carlos Campo, el exministro de Justicia reciclado a magistrado del Tribunal Constitucional que ratifica el dicho de que Dios los cría y ellos se juntan: vamos a ver cómo el susodicho, que fue muy tajante al oponerse a la Ley de Amnistía cuando Sánchez le pedía ese papel; la respalda ahora con el mismo desparpajo.
Y con él los once ministros que también decían ayer que era ilegal e inmoral algo así y hoy se ponen mirando a Cuenca sin mayor problema.
Que alguno sostenga por ahí que Batet, remotamente emparentada con el general que bombardeó la Generalitat en 1934 y reprimió al golpista Companys en nombre de la República, se marcha por no compartir la deriva destructiva de Sánchez, es un chiste.
De no ser por ella y por tantos como ella, Pedrito no hubiera pasado de asesor pelota de algún alto cargo socialista en Europa y hoy estaría de concejal de la oposición en Aldea del Fresno, ese pueblo arrasado por la Dana que al parecer no le importa mucho al Gobierno: pertenece a Madrid, y allí manda Ayuso, que se fastidien los aldeanos, los muy fascistas.