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Unas líneasEduardo de Rivas

Yolanda y Puigdemont, con traductor

No sabemos si la reunión se celebró en gallego o en catalán. Está claro que en inglés no, porque la vicepresidenta no lo habla

A principios de semana despertábamos con uno de los episodios más avergonzantes de nuestra democracia. La vicepresidenta del Gobierno se iba a reunir con un prófugo de la Justicia en España, una persona que, lejos de lo que él defiende, no está perseguido por sus ideas políticas sino por organizar un golpe de Estado en Cataluña, por declarar la independencia unilateral de la comunidad –aunque fuera durante siete segundos– y por utilizar dinero público para convocar un referéndum que, a todas luces, era ilegal. El hecho de que una persona del Gobierno se reúna con Carles Puigdemont es comprarle su discurso y hacerle un flaco favor a la Justicia.

No sabemos si el encuentro se celebró en gallego o en catalán. Está claro que en inglés no, porque la vicepresidenta no lo habla, así que no les quedaría más remedio que recurrir al español, algo que llevan haciendo durante décadas en el Congreso y ahora parece una utopía. En 1978 se entendía como un gesto de educación hablar en la lengua que todos entendían, pero en 2023 somos esclavos de los pinganillos para seguir los debates. En Europa, por suerte, no pasan por buenas ese tipo de tonterías y no van a buscar personal para que traduzca del catalán al búlgaro, al maltés o al polaco.

Hablaran en el idioma que hablaran, hay que agradecerle a la señora Díaz que, ya que iba a reunirse con Puigdemont, lo hiciera con las cámaras delante. Quizás habría sido diferente, no lo sabemos, si El Debate no hubiese desvelado que la vicepresidenta estaba en la capital belga para juntarse con el líder del procés. Puede que se hubiese callado de no haberse hecho público, pero el caso es que ella actúa mientras el resto del Gobierno se esconde, agacha la cabeza y acepta las exigencias del fugado. Siete miembros del Ejecutivo han pasado esta semana por Bruselas y ninguno ha aclarado nada sobre la amnistía.

En Europa no entienden nada y ven con asombro la reunión de un miembro del Gobierno con un prófugo, mientras en Moncloa mueven los hilos para ver qué encaje legal tiene una amnistía. Sería aceptar que aquello que ocurrió en 2017 no estuvo mal, que no fue un ataque a España y que no se utilizaron millones de euros para fomentar la independencia de Cataluña. Si Sánchez acepta las exigencias de Puigdemont a cambio de una legislatura más, lo que estará mandando es un mensaje de que no pasa nada si lo vuelven a intentar.

El Gobierno se ampara en que ahora reina la tranquilidad en Cataluña y que fue el malvado PP el que provocó todo, pero la realidad es que desde Sánchez está en Moncloa los independentistas han ganado una batalla tras otra: los indultos, la eliminación del delito de sedición, la reducción de la malversación, el reconocimiento del catalán en el Congreso –y en Europa– y, ahora, la amnistía. Probablemente incluso me olvide alguna cesión más de Sánchez al separatismo, que no está más tranquilo sino que tiene al Gobierno a su merced.