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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Lecciones del terremoto

Somos apenas motas de polvo a las que cualquier conjunción de fuerzas barre

Antes que Pascal, lo había formulado Fray Luis de Granada. Con la misma metáfora. Pero es que esa metáfora yace, pienso, en lo más atávico del pensar humano: la impotencia del frágil hombre frente a la muchedumbre causal que, en cada instante, se basta y sobra para destruirlo. Y también la grandeza de ser la única de esas realidades capaz de saber lo que le está pasando: lo trágico exactamente igual que lo dichoso, lo bello con la misma precisión que lo horrible. El milagro, casi impensable, de estar vivo.

Tomo ahora, bajo el shock que un nimio desplazamiento de placas tectónicas acaba de producir a dos pasos de nosotros y que se cifra en el dato escalofriante de dos mil humanos muertos en Marrakech, el pasaje del Libro de la oración y meditación que el fraile dominico dio a la edición en el año 1554 en Salamanca: «Piensa que no eres más que una cañavera que se muda a todos vientos, sin peso, sin virtud, sin firmeza, sin estabilidad y sin ninguna manera de ser… y tente por indigno de alzar los ojos al cielo, y de que te sustente la tierra, y de que te sirvan las criaturas, y del mismo pan que comes, y del aire que recibes».

La nimiedad del animal hablante ha maravillado, como un inaceptable enigma, a todos cuantos se han asomado a esa paradójica condición. Y, cuando el verso de Yeats concluye que «el hombre inventó la muerte», y cuando Borges lo parafrasea concluyendo que ser inmortal no es gran cosa, ya que, menos el hombre, todos los seres lo son puesto que ignoran que mueren, irrumpe ante nosotros nuestro límite absoluto.

Imaginamos el vanidoso privilegio de un mundo puesto al servicio nuestro. Para bien como para mal, nos deleitamos en la idea de que somos sus señores. Las majaderías ecológicas que deploran la capacidad humana para destruir todo un planeta, o las idílicas ingenuidades que sueñan con trocarlo en celestial paraíso, se miden con patrón idéntico: el delirio de atribuir intenciones –y valores morales, por tanto– a la naturaleza; el delirio, aún mayor, de erigir a los humanos en potencias capacitadas para sobreponerse a ella y dictarle cánones. Son paradigmas de un pensar de infantes. Debieran avergonzar a un hombre adulto. Y, sin embargo, todas las jerigonzas salvíficas con las que nos atiborran los «discursos 20-30» giran en torno a tan sinsorga cantilena.

Y, de repente, un tenue desplazarse las capas tectónicas: una perfecta nadería cosmológica, nos explicarán los sismólogos, en la red de las infinitas determinaciones causales de la corteza terrestre, aniquila a más de dos mil de nosotros. Y ningún juicio de valor aquí vale. No, la naturaleza no es impía. Ni benévola. Es. Y nada desea, y nada se propone. Ni en favor nuestro ni en daño de nosotros. Que somos apenas motas de polvo a las que cualquier conjunción de fuerzas barre.

No, no somos más que tenues átomos en el descomunal torbellino del tiempo. Que, necesariamente, en un instante u otro, habrá de aniquilarnos, como todo lo finito es aniquilado por el despliegue de las fuerzas que lo sobrepasan. Ni siquiera podemos –salvo por mor de locura– culpar de ello a nadie o nada y maldecirlo. En los bellísimos versos de La retama, esa lúcida elegía por la especie humana, Giacomo Leopardi retrata este estupor desconsolado: «En nada la naturaleza estima o cuida más a la semilla del hombre que a la de la hormiga».

Sabemos –eso nos enseñó Pascal– que es así. Y sabemos que saberlo pone a cada mota de polvo humana por encima del infinito torbellino que la aniquila y que no lo sabe. No renunciemos a este primordial consuelo: saber. Sobre todo, porque no hay otro.