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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Se vende España. Razón: Sánchez

El presidente del Gobierno de la cuarta economía europea y uno de los países más antiguos del viejo continente ha resultado ser un enemigo de su propio país

Hoy hace 22 años de un mazazo terrorista que cambió la manera despreocupada de ver el mundo desde nuestro cómodo sofá de ciudadanos libres. Todos recordamos ese mediodía desgraciado en el que Ana Blanco, en TVE, nos relató cómo un avión, dos, tres, pilotados por criminales asesinaban a miles de inocentes en Estados Unidos. Bin Laden ideó una manera de sembrar el terror que no tenía precedentes: a sus autores no les importaba morir en nombre de Alá para conseguir la aniquilación del Occidente infiel. Además, cualquier cosa podía –y puede–convertirse en arma. Desde un coche, los aviones del 11-S, un cuchillo, una mochila en un tren, o una furgoneta de repartidor de fantas. El mundo occidental se sintió vulnerable entonces en el frente de guerra, en sus lujosas calles de neón y en su acervo de valores democráticos. Hoy no lo está menos sino más. Es evidente que, aunque no ha desaparecido, el riesgo terrorista ha descendido, gracias a la lucha de nuestra inteligencia y nuestras fuerzas de seguridad, con las españolas a la cabeza. Pero hay otros riesgos que no son los islamistas, silentes, pero que también comprometen nuestro patrimonio democrático.

Porque más allá del esfuerzo de las potencias europeas y de Estados Unidos por protegerse de la amenaza islamista, que después de aquel septiembre de 2001 golpeó, entre otros, a Madrid, París, Bruselas, Berlín, Niza, Londres, Mánchester o Barcelona (ese atentado también será revisado para convertir a nuestro país es casi un cómplice de la matanza), hay un desistimiento absoluto por defender nuestra civilización (la salida bochornosa de Afganistán dio prueba de ello), abriendo paso a una generación de políticos europeos que solo defienden su permanencia en el poder y la cultura woke, y que, por ello, son enemigos de nuestros valores y nuestro arraigo histórico. Son fuerzas disolventes, incrustadas en el mismo corazón del Estado, que trabajan desde la institucionalidad contra todo lo que deberían defender. El caso español es la cumbre de esa indecencia.

El presidente del Gobierno de la cuarta economía europea y uno de los países más antiguos del viejo continente, una nación que ha dado un salto de prosperidad admirable desde hace medio siglo, ha resultado ser un enemigo de su propio país, que gobierna contra, como poco, la mitad de sus conciudadanos, que ha aceptado el falseamiento de nuestra historia firmado por los nacionalismos y cuya permanencia en el poder solo puede darse cumpliendo con una premisa terrorífica: acabar con España. Si el objetivo del 11-S y después del 11-M, usado de manera miserable por el PSOE para sus objetivos electorales que fueron satisfechos gracias a la manipulación periodística que lo sustentó, era acabar con el sistema de convivencia occidental, ahora sin pegar tiros, sin poner bombas, sin acabar con la vida de nadie, asistimos a nuestra derrota, al fracaso de toda una generación, desde luego de la de Alfonso Guerra y Felipe González, pero también de la de mis padres, incluso de la mía propia, como si viéramos una película en el cine, sin que nadie haga nada por evitarlo, más allá de la posición de algunos medios de comunicación libres como este y otra media docena de predicadores en el desierto. Es más, con el electorado socialista bendiciendo la traición y arrumbando a la masa crítica que representan Felipe y Guerra al desván de lo inservible.

¿Dónde está la Europa de Úrsula? ¿Asistirá con los brazos cruzados al lacerante espectáculo protagonizado por su querido Peter que ha convertido España en un chollo, en una ganga, para que un prófugo (refugiado en las instituciones europeas, no lo olvidemos) levante el pulgar en su investidura a cambio de que nuestra Justicia, nuestras fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, nuestro Tribunal de Cuentas, nuestra Fiscalía, nuestros valerosos compatriotas catalanes que lucharon por defender a su nación el 1-O, nosotros mismos que vivimos con el corazón encogido ese golpe de Estado, queden –quedemos– como un atajo de represores fascistas contra un ejercicio de democracia pura liderada por los separatistas hace seis años? ¿Y dónde está el empresariado español y especialmente el catalán que ha visto como aquella región ha entrado en una decadencia insoportable mientras doblaban la cerviz frente al poder de la Generalitat y eran recompensados por deliciosos conciertos en el Liceo? ¿Veremos en un pedazo de la Europa libre actuar a un relator que eleve a los sediciosos en mártires de un Estado opresor? ¿Bruselas permitirá que España se autoinculpe con una inconstitucional ley de amnistía de su naturaleza totalitaria y borre de un plumazo el historial delictivo de sus élites secesionistas, es decir, de sus enemigos declarados, y abjure de su exitosa historia de consenso y reconciliación que fue la transición?

Aterra pensar que la respuesta a todas esas preguntas es una: Sí.