Fundado en 1910
El observadorFlorentino Portero

¿Qué proyecto?

Hay que defender la legalidad, pero no quedarse ahí. Sin un proyecto atractivo de país, sin la ilusión de una meta que nos permita avanzar como comunidad, un partido político estará incumpliendo su primera y fundamental obligación

Un partido político es el medio del que se vale una porción, literalmente una parte, de la ciudadanía para hacer valer sus valores e intereses en un marco de competencia política legítima y reglada. La clave de su viabilidad, de su mayor o menor éxito, residirá pues en la calidad del vínculo que haya establecido con sus seguidores, afiliados o sólo simpatizantes. El vínculo supone comunión y liderazgo, dos conceptos tan esenciales como complejos. El primero hace referencia a la confianza que el representado tiene en «su» representante. El ciudadano no sabe de todo, pero quiere creer que el partido al que votó actuará en consonancia con los valores, principios e intereses de los que hace gala, esos que le llevan a sentirse partícipe. El segundo supone que el partido debe ser capaz de interpretar correctamente la realidad, explicarla de manera inteligible para una persona no especializada en la materia y, sobre todo, proponer una línea de acción coherente con todo lo anterior, un proyecto de país.

Comunión y liderazgo no se desarrollan en un marco estático sino, bien al contrario, en uno dinámico. Si la única constante es el cambio, algo de lo que tenemos una idea bastante precisa desde que Heráclito de Éfeso nos lo explicara hace ya algún tiempo, un partido político está obligado a realizar un permanente ejercicio de adaptación. Las «circunstancias» de las que Ortega nos hablaba nos condicionan cotidianamente. Lo que valía para ayer no tiene por qué seguir haciéndolo para hoy o para mañana.

Un partido político es un tipo de empresa que actúa en un mercado complejo. Vende un producto que tiene que dar satisfacción a demandas subjetivas y objetivas, a valores y a intereses. Su clientela tiende a la fidelidad, pero si se siente traicionada reaccionará desde su fondo más sentimental. Un gran partido, aquel que además de gozar de la confianza de muchos es capaz de sobrevivir al paso del tiempo, tiene que disponer de la inteligencia requerida para lograr el equilibrio entre su identidad y la necesaria adaptación a las nuevas realidades y exigencias. Evidentemente no es fácil, de ahí lo efímero de la vida de muchos de ellos. Si repasamos los nombres de los partidos de referencia en Europa hace treinta años constataremos cuántos ya no están o han dejado de ser relevantes. La adaptación no es fácil, pero es consustancial a la vida política.

Estamos viviendo años de cambio acelerado, en gran medida como consecuencia de la Globalización y de los primeros efectos de la Revolución Digital. La estructura social está transformándose con rapidez, generándose nuevas demandas. La presión sobre los partidos crece, cuestionando sus propias señas de identidad. El vínculo entre el representado y el representante se tensa, aumentando la desconfianza. Es en estas circunstancias en las que constatamos con mayor claridad que un partido político es mucho más que una empresa. El ciudadano puede disculpar o perdonar muchas cosas, a la luz de las dificultades objetivas para resolver un problema, pero la pérdida de identidad es causa de divorcio.

En tiempos como el actual el representado exige, y tiene todo el derecho a hacerlo, claridad sobre qué valores y principios rigen la conducta del partido, qué intereses se compromete a defender y, sobre todo, qué objetivos se quieren alcanzar. Porque la nación y el Estado están en cuestión es obligado presentar un proyecto de país atractivo. Si somos conscientes de que nuestro entorno está cambiando, de que la manera de producir, trabajar, organizarnos como sociedad van a ser otras, cada partido debe, a riesgo de desaparecer, presentar su proyecto de país, su modelo de desarrollo. Toda sociedad puede resistir situaciones difíciles si sabe que le espera un futuro mejor. La ilusión es una necesidad.

La tentación de apoltronarse en la defensa del orden constitucional, por justa que sea, no es suficiente. Las normas están afectadas por las «circunstancias» de las que Ortega nos hablaba. Hay que defender la legalidad, pero no quedarse ahí. Sin un proyecto atractivo de país, sin la ilusión de una meta que nos permita avanzar como comunidad, un partido político estará incumpliendo su primera y fundamental obligación.

España es un país que destaca, desde hace más de un siglo, por la estabilidad de su sistema de partidos en comparación con sus vecinos. Aun así, la ley de la oferta y la demanda continúa actuando y esto es algo que los dirigentes del Partido Popular deberían tener muy en cuenta. No es una buena idea desconcertar a sus votantes con declaraciones y actos impropios, incomprensibles e injustificables. Muchos confían en los efectos del discurso de investidura de Núñez Feijóo de cara al futuro. Sin duda es una oportunidad, pero si sólo se queda en la denuncia de la política socialista y en la defensa del orden constitucional no sólo estará perdiendo una oportunidad, además estará trasmitiendo al conjunto de la nación que el partido no es capaz de ir más allá, que carece de un proyecto ilusionante para España acorde con los nuevos tiempos.