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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

Democracia y Estado de Derecho

La democracia española padece graves anomalías, pero el Estado de Derecho se encuentra en un proceso de abatimiento y destrucción

Suceden cosas muy graves en la política española, pero quizá la peor de todas sea la quiebra del Estado de Derecho, realidad que no debe confundirse con la democracia. Esta se refiere a la soberanía y consiste en el gobierno popular o en nombre del pueblo. Es una respuesta al problema sobre la titularidad del poder. El Estado de Derecho consiste en el sometimiento de todos los poderes del Estado al Derecho. Se refiere, por tanto, a la cuestión del ejercicio del poder. La democracia no garantiza la libertad política si no coexiste con el Estado de Derecho. Esto significa que el Derecho no consiste en la voluntad de los poderosos, sino que está por encima de ella. Es una garantía de los ciudadanos contra los abusos del poder. No existe ningún poder absoluto e ilimitado. Todo poder está sometido al Derecho. Naturalmente, esto se fundamenta en una concepción del Derecho que no lo entiende como pura voluntad o decisión de nadie. En suma, en superar el amargo dictamen de Burckhardt que entendía al Estado como «los imperantes y su séquito». Por eso el Estado de Derecho requiere la división de poderes y el control judicial del Gobierno.

La democracia española padece graves anomalías, pero el Estado de Derecho se encuentra en un proceso de abatimiento y destrucción. La teoría del Derecho que parecen adoptar (si es que adoptan alguna) nuestros gobernantes es algo muy parecido a la de Carl Schmitt, el jurista del nacionalsocialismo. También le es afín la concepción marxista y el uso alternativo del Derecho. Cualquier cosa menos el ideal clásico del Estado de Derecho. Al Gobierno le repele la libertad. Incluso entiende los derechos como magnánimas concesiones del poder. Dos de los grandes pilares del Estado de Derecho se tambalean si no están ya derruidos: el control de constitucionalidad de los actos y decisiones del Ejecutivo y la independencia judicial. El Gobierno domina el Tribunal Constitucional. Y no se trata de negar la honorabilidad y la honradez de los magistrados, aunque algún caso incite al menos a la duda. Basta con que se atengan a sus ideas. Si el Gobierno determina lo que es o no constitucional, deja de existir el control. El Gobierno controla la Fiscalía y hace lo que puede para destruir la independencia de los jueces, acaso el último baluarte de la libertad de los ciudadanos. Del control parlamentario no parece necesario hablar.

La conclusión es que el Derecho no consiste en la búsqueda de la justicia, como afirmaron los juristas romanos clásicos, sino en la pura voluntad de los que mandan. Pero esta destrucción del Derecho sólo puede producir el envilecimiento de la vida pública. Y la democracia por sí sola no puede hacer nada para evitarlo; si acaso, agravar el mal. El recelo de muchos filósofos, acaso la mayoría, hacia la democracia, desde Heráclito y Platón, procede del hecho de que consiste en el gobierno de los más, es decir, de los ignorantes, de la plebe. Si bien ya Aristóteles apuntó con acierto que no es lo mismo saber hacer una cosa por sí mismo que valorar cómo la hace otro. Y con esto basta para salvar la democracia. Ningún espíritu libre, que ame su libertad, se conformará entonces sólo con la democracia, porque ella produce muchos bienes, pero entre ellos no se encuentra la libertad. Así, se aferrará a la independencia de los jueces, a la soberanía de los derechos, a la libertad de Prensa y a los principios de la educación liberal. Un hombre libre sabe que sin el Estado de Derecho la democracia no es sino el gobierno de la plebe.