China, de Lenin a Stalin
La inseguridad está llevando a Xi a capitanear una campaña de depuración dirigida tanto a combatir la corrupción como a aprovecharse de ella para eliminar rivales y obstáculos en pro de un renovado intervencionismo
Cuando nos referimos a la China posterior a la obra política de Deng Xiaoping tendemos a subrayar que habiendo dejado de ser comunista ha retenido su condición leninista. Es evidente que arrumbaron el legado económico del marxismo, esa aberración intelectual que ha condenado a millones de personas, fuera y dentro de China, a la pobreza o a la miseria. Sus dirigentes eran conscientes de que sólo lograrían la confianza de sus conciudadanos si les dotaban de cierto bienestar y el respeto de la sociedad internacional si se trasformaban en un estado desarrollado. Hoy en día China es una potencia industrial con una sobresaliente capacidad para generar innovación, si bien la calidad de vida de su población deja mucho que desear. Todo ello hubiera sido imposible si no hubieran reconocido un importante margen de libertad económica.
El término leninismo hace referencia al monopolio del control político por parte del Partido Comunista. ¿Es posible una economía de mercado en un estado sometido a un régimen autoritario o totalitario? En sentido estricto la respuesta es muy fácil: no, no es posible. Sin embargo, sin libertad política pueden reconocerse importantes márgenes de libertad económica, sobre todo si hay seguridad jurídica. Lo ocurrido en España durante el Régimen de Franco es un ejemplo ilustrativo. La ideología impuso un modelo autárquico que causó un enorme daño. La liberalización tras el Plan de Estabilización dio paso a crecimientos anuales desconocidos hasta entonces y, finalmente, a la transformación de la sociedad española. Algo semejante, salvando muchas distancias, ocurrió en China. Es difícil encontrar adjetivos para calificar los resultados de la obra de Deng Xiaping. Sin lugar a duda provocó la mayor transformación socioeconómica jamás vivida por la China milenaria y todo ello en un entorno dictatorial.
La dictadura franquista, un caso de modelo autoritario, propició el desarrollo social que acabaría haciendo posible la llegada de la democracia, una transición dirigida por los propios cuadros de la dictadura. Parecía que las heridas de la Guerra Civil habían quedado atrás y que las fortalecidas clases medias podían sustentar un sistema político representativo. De nuevo hallamos similitudes en el caso chino. Su nueva sociedad ni es comunista ni leninista, es china, una de las grandes culturas del planeta, que está muy por encima de fenómenos coyunturales como el que representa el Partido Comunista. Sus dirigentes son conscientes de ello, saben que son cuestionados y que los complejos retos que tienen ante sí van a poner a prueba esa relación. Como ocurre en muchos otros estados en vías de desarrollo la demanda no es tanto en favor de una democracia, algo reservado a ciertas élites, como de justicia y dignidad.
El Franquismo trajo la democracia mediante la Transición. Los comunistas chinos tratan de evitarlo, tanto por interés propio como por temor al caos y violencia que podría traer consigo. El comunismo chino no es autoritario sino totalitario. Su control social y económico no tiene límites, de ahí su indisimulada pasión por todo lo relativo a la Revolución Digital y a la Inteligencia Artificial. La China de Xi Jinping teme a los chinos y teme a la élite corporativa por su querencia en favor de los valores liberales. Como le ocurrió a Putin y a su entorno, tras un tiempo de aproximación al bloque atlántico, están descubriendo la inercia ideológica implícita al libre mercado y al desarrollo social.
La revolución maoísta derivó en la Revolución Cultural a manos de la «banda de los cuatro». De aquella siniestra etapa surgió la figura de Deng Xiaoping, que encauzó el rumbo del estado por vías de moderación y sensatez, sin cuestionar el modelo leninista. En la actualidad nos encontramos ante un nuevo repunte de la radicalidad, de nuevo la secuencia de Danton a Robespierre, resultado de la inseguridad, del miedo a perder el control de la situación. Y eso es normal, porque los retos son formidables. El Partido Comunista ha cuidado la formación de sus cuadros, pero, por competentes que sean, no pueden y no podrán gestionar correctamente los procesos de transformación acelerada de su sociedad sin finalmente chocar con ella. Desde luego no son mejores que el mercado, por imperfecto que éste sea. Los márgenes de libertad se estrechan, al tiempo que crecen las críticas a la mala gestión. El intervencionismo en el entorno corporativo aumenta, con la consiguiente merma de competitividad. Los fundamentos del proceso de desarrollo vivido se están agrietando.
Allí donde hay personas hay corrupción. Si además se trata del ejercicio del poder, aún más. Nos lo explicó en su día Lord Acton: si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente. El comunismo chino –su élite política, militar, corporativa o judicial– padece de un nivel de corrupción tan elevado como estructural. La corrupción genera ineficacia, pérdida de competitividad, incompetencia… Xi Jinping es consciente de ello, sabe que debe combatirla y también que es un fenómeno generalizado, que es parte del edificio institucional. Sanearlo puede cuestionar el modelo, pero, al mismo tiempo, pue-de fortalecer su posición.
Tras el XX Congreso del Partido Xi Jinping formó un nuevo gobierno. Entre las nuevas caras aparecían los ministros de Asuntos Exteriores, Qin Gang, y de Defensa, Li Shangfu. Hombres con carreras solventes y bien conocidos. En menos de un año ambos han desaparecido. Del primero nada sabemos, salvo que ha sido reemplazado por su predecesor. Del segundo hallamos referencias a que se encuentra bajo una investigación por corrupción que le ha apartado de su despacho. Estos dos casos, sin duda significativos, se suman a otros muchos en la dirección de grandes empresas y del propio Estado. La inseguridad está llevando a Xi a capitanear una campaña de depuración dirigida tanto a combatir la corrupción como a aprovecharse de ella para eliminar rivales y obstáculos en pro de un renovado intervencionismo. Xi Jinping está descubriendo el estalinismo, el proceso de depuración permanente del partido, para hacer del temor su arma principal. Stalin murió en la cama, pero dejó a la Unión Soviética arruinada y sin un proyecto atractivo y viable. Xi corre el riesgo de ir por ese camino.