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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

González, que fue Sánchez. Sánchez, que es González

Que nadie me pida elegir entre González y Sánchez. Son lo mismo. En dos pasajes del tiempo

Epítome de lo inmoral, el tópico popular se regodea en lo peor. Y se finge venerable aserto. ¿«El enemigo de mi enemigo es mi amigo»? No, de ninguna manera. Ni en ética ni en política es admisible dejar primar los afectos. A no ser que, deliberadamente, queramos desplegar la astucia de tejerlos como dispositivos de un engaño: pantallas que hacen pasar, de birlibirloque, los deseos del que habla por axiomas del bien común. Un hombre libre excluye de sus comportamientos los odios o cariños de los cuales es siervo. Y no se atiene a más criterio que el de la razón. Otra cosa lo condenará a ser víctima de sus propios entusiasmos, que son sus más duras esclavitudes.

Con González nació en España el terrorismo de Estado: unas cuantas decenas de asesinatos y algún que otro secuestro. También, la financiación en negro de los partidos políticos: entre otros muchos e ingeniosos mecanismos, el cobro de tasados porcentajes sobre sus beneficios, que los constructores estaban muy contentos de pagar a quienes decidían acerca del uso edificatorio –o no– de sus terrenos. La Sevilla familiar de Alfonso Guerra fue el laboratorio privilegiado de tan sutil ingeniería: al frente de ella, el hermano de «mihemmano». Aquello fue el inicio de la corrupción sistémica, de la cual no hay ya manera hoy de salvar a la nación descuajeringada, en la cual hemos acabado por convertirnos. ¿Sánchez? Sánchez es hoy el hombre que consuma aquel proyecto, haciéndolo pasar a su fase conclusiva: destruir consensuadamente la nación. Pudre, con ello, la conciencia de cada ciudadano: lo que queda de ella. Y persevera en la misma corrupción que inventaron sus mayores: el que obedece, rico; el que no, a la calle.

Que nadie venga ahora a pedirme que elija entre semejante gente.

En el tiempo prescribe todo: judicial, pero también moral y políticamente. Incluso lo de González. Prescribe, pero no se borra: lo de hacer que lo que fue no haya sido, es algo que los Padres de la Iglesia juzgan, muy sensatamente, que ni al alcance de la potestad divina se halla. Digámoslo de un modo resignado: hubo tiempos peores. Aún peores: los que tenemos cierta edad sabemos de eso. Los hubo, sí. Pero, tampoco tantos. En fin, resignémonos a la sabia benevolencia de Jorge Manrique. Aunque nos asquee tener que hacerlo. Y «non se engañe nadie, no, / pensando que ha de durar / lo que espera / más que duró lo que vio, / pues que todo ha de pasar / por tal manera».

Olvidemos –aunque nos cueste– al presidente de los años GAL-Filesa. Para bien como para mal, guardémonos nuestra amargura de aquellos años: dejémoslo pudrirse en su soledad de hombre rico. Y centrémonos en su heredero de ahora: tan freudianamente odiador de aquel, sobre la huella de cuyos pasos camina; tan envidioso de lo que el otro amasó. No perdamos el tiempo. Vale la pena luchar contra el que puede destruirte; y además es exaltador, emocionante. No la vale dar batalla contra un viejo horriblemente caduco, hojarasca reseca que el viento de la historia barre. Ya sea por piedad o pragmatismo, dejemos extinguirse en paz su triste nombre: el del hombre que trocó el PSOE en una sociedad anónima. Próspera, eso sí.

Centrémonos en lo que cuenta: el peligroso de ahora. González lo fue. Y es hoy nada. Lo es Sánchez. Y no nos engañemos: de triunfar en su proyecto, el horizonte colectivo –moral como político– es el de un desmoronamiento al cual no sobrevivirá ileso nadie. Nadie: imagínese a sí mismo «de izquierdas» o «de derechas», esos dos podridos anacronismos, cuyas mitologías ya nada significan.

No, que nadie me pida elegir entre González y Sánchez. Son lo mismo. En dos pasajes del tiempo.