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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Partido contra ciudadano

Nada es menos evidente que esa asimilación partido-democracia, a cual se nos pide rendir culto

Nuestra opinión la lastran las inercias que el lenguaje convenido impone. Y que, en el habla común, despliega la red de engaños que hacen de nuestras vidas ingenua aceptación de los amos más despóticos: los que ni siquiera tienen la decencia de proclamarse déspotas. Tomemos «partido», por ejemplo. A fuerza de repetirlo –de repetírnoslo–, «partido» ha acabado por blindar una evidencia: la de ser clave de bóveda de la democracia. Y, naturalmente, como todas las evidencias, miente. Y sabe hacer de su mentira el límite intransgredible, en el cual han de ser encarriladas nuestras convicciones. Y fuera del cual todos debemos ser mirados como delincuentes.

Y, sin embargo, nada es menos evidente que esa asimilación partido-democracia, a cual se nos pide rendir culto. La práctica saludable de los diccionarios, ya que no para arreglar nada, puede servirnos, al menos, para constatar cuan descarnadamente hemos sido tomados por imbéciles.

Todo parece sencillo, cuando uno se limita a consultar, en sus últimas ediciones, los usos actuales de la palabra «partido». RAE, quinta acepción: «Conjunto o agregado de personas que siguen y defienden una misma opinión o causa». Y, en algo más prolijo, Academia Francesa, acepción tercera: «Reunión de personas que se constituyen en organización para sostener, en algún dominio, una misma posición y llevar a cabo una acción común… Dícese partido de la organización política a la cual alguien se adhiere y de la que es miembro. Se emplea especialmente entre los miembros del partido comunista y sus compañeros de ruta, escribiéndose entonces con mayúscula». En suma, consorcio para construir. Y, si bien el párrafo final de la Academia francesa deja entender las tentaciones de hacer de ese consorcio Iglesia de exterminio, evita, no obstante, entrar en sus derivas menos gratas.

Pero las palabras tienen un pasado. De cuya resonancia, no siempre el presente acepta rendir cuentas.

Tomo el más viejo de los diccionarios de la lengua española: el Tesoro de Covarrubias. 1611. La palabra, sencillamente, no figura. Su equivalente francés, el de Nicot en 1606, se ajusta a dar un puñado de acepciones ligadas al significado de «condición» o «fragmento». Que es el sentido básico que da al término el primer diccionario de la RAE, el de «Autoridades», en 1737: «Parcialidad o coligación entre los que siguen una misma opinión o interés». Y hay que esperar a la cuarta edición del de la Academia francesa para dar con lo peculiar de su uso político: «Unión de varias personas contra otras, que tienen un interés contrario». La «contrariedad» o el conflicto, cuyo paradigma es la «guerra», se repiten intactos, como definitorios de «partido», en todas las ediciones del diccionario francés hasta la de 1932-35, que se limita a ampliar a la opinión el área del conflicto: «Unión de varias personas contra otras que tienen un interés, una opinión contraria». La destrucción del adversario es el eje semántico de esos tres siglos de vigencia política del término «partido».

Y es esa prioridad de ser máquina disciplinada de guerra lo que los diccionarios presentes eluden. U ocultan.

No, en sus orígenes, los partidos no fueron instrumentos para el alzado de la democracia. Ni para el alzado de nada. Fueron regimientos de autodefensa de unas «partes» de la sociedad contra otras, esto es, máquina de ofensiva frente al enemigo. Que da razón del dato que opone el mundo moderno al Ancien Régime. De lo «absoluto» –esto es, lo indiviso– del poder, a su fragmentación en «partes» o «partidos», esto es, en perspectivas diversas, no en «organizaciones» jerárquicas, eso vendrá medio siglo más tarde.

Los partidos son hoy una determinación irremediable de nuestras sociedades. Un funcionariado al servicio de poderes cada vez más concentrados y más arbitrarios, ante los cuales los parlamentos no son mucho más que juego escénico. No representan nada. No representan a nadie, a no ser al jefe que paga el sueldo de sus subalternos. Y sí, guardan fidelidad al sentido primero del diccionario: la conveniencia para cada parte o partido de destruir a los otros partidos o partes. Está bien que soportemos sus mezquinas guerras. No nos queda más remedio, en todo caso. Pero, ¿creerlos, de verdad, representantes nuestros…? ¿Hay alguien todavía lo bastante ingenuo?