Yolanda en Raticulín
Sea verdad o una broma, la vicepresidenta debe olvidarse de los viajes interestelares y explicarnos en qué se gasta el dinero en sus excursiones terrícolas
Es muy probable que, cuando lean estas líneas, Yolanda Díaz haya desvelado que su intervención pública anunciando el Apocalipsis era una broma, un montaje con inteligencia artificial o una prueba de hasta qué punto pueden colarse los bulos en una opinión pública ingenua y algo perezosa si se disponen de las herramientas oportunas para ello.
Porque la opción de que de verdad piense que los millonarios del mundo ya se están comprando cohetes para huir de la Tierra, al borde de la destrucción, para colonizar galaxias muy muy lejanas, es demasiado bochornosa para ser cierta.
Sea verdad o mentira, es en todo caso creíble. Como decía García Márquez en Memorias de mis putas tristes, al final somos lo que piensan de nosotros. Y de Yolanda Díaz pensamos que es bien capaz de carburar así.
No habría gran diferencia entre su clon virtual y su mismidad corpórea, y aunque la Prensa del Movimiento la ha tratado con guante blanco por indicación del Patrón, que necesita un nuevo socio algo más presentable que Iglesias, el cúmulo de insensateces y tonterías con la marca de la vicepresidenta segunda daría para llenar alguna constelación completa sin demasiados problemas.
Pero sorprende que Díaz elija los viajes interestelares para poner a prueba a la ciudadanía, de un modo u otro, con el currículo que atesora en ese apartado: hemos sabido por El Debate que, pese a las resoluciones firmes del Consejo de Transparencia, la susodicha ha incumplido su obligación legal de dar cuentas públicas de sus incesantes viajes terráqueos durante dos largos años.
El abuso del Falcon es en sí mismo obsceno en el conjunto del Gobierno, que se fleta aviones oficiales o jets privados cuando tiene a su disposición vuelos regulares a mansalva para, a continuación, darnos la brasa sobre la contaminación del planeta e instarnos a desplazarnos en patín y a pagar más impuestos que nunca en nombre de la ecología.
Pero además de ello, es opaco hasta un punto impropio de una democracia que se sustenta, entre otros pilares, en la rendición de cuentas. Sánchez ha apelado a su seguridad personal, al secreto de Estado o a la imposibilidad de detallar sus gastos para, en la práctica, utilizar los recursos públicos como un bien privado, caprichoso y extensible a familiares, amigos y subordinados.
Y Yolanda Díaz, tres cuartas de lo mismo: se ha ido de gira ideológica promocional por los países populistas donde abreva su ideario; ha pasado la Nochevieja en Brasil con la excusa de acudir a la investidura de Lula da Silva y, además, ha escondido sus expediciones por medio mundo durante 24 meses con el pretexto, desmontado legalmente, de que a nadie le importa lo que ella haga desde su condición de cargo público, ése que ejerce las 24 horas del día con la única excepción de su encuentro nefando con Puigdemont en Waterloo, adonde acudió, vaya por Dios, como representante de Sumar.
El uso lascivo de la flota institucional de aviones, que también ha sido legendario con Irene Montero y su orfeón de Igualdad, con la ministra ecologista a tiempo parcial Teresa Ribera y con el ministro de Desperfectos Exteriores, Albares de Copas; simboliza el desprecio de una élite política bulímica que impone unas normas severas a todos mientras se aplican a sí misma la manga ancha más obscena.
No es que vayan a mudarse a Raticulín: ya vienen de allí y, como en La invasión de los ultracuerpos, se han quedado para chuparnos la sangre hasta que no quede una gota.