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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

«El mal que hacen los hombres…»

¿Todo es mentira? ¿Qué más da, si la comedia es grata y su emociona embarga a los espectadores?

Ante el cadáver de César, cosido a puñaladas, Marco Antonio comparece para dar voz a una farsa. Y Shakespeare, que es maestro absoluto en ese arte, pone a girar el juego de espirales en el cual un actor compone el vértigo de emociones con el cual mistificar la mirada de sus espectadores. «Amigos, romanos, compatriotas, prestadme oídos, / vine a enterrar a César, no a hacer su elogio…» Está pretendiendo engañarlos, saben todos los espectadores: Bruto y los senadores magnicidas, por supuesto; también, los que, en su confortable sillón de la sala de teatro, siguen las evoluciones de los actores sobre la escena. Demasiado explícito, se dicen, demasiado sencillo.

Pero la obra sigue. Y, en el torbellino de tramas que el poeta pone a girar, ese primer engaño va tejiendo su tela de araña: que se enreda en historias cada vez más inextricables, y más mentirosas, y más mortíferas. Hasta acabar en la cruda paradoja del retorno final a lo contrario del inicio. Marco Antonio cerrará el último acto con un elogio de Bruto en el que nadie podrá ya deslindar qué es admiración, qué ironía. Porque ambos son los mismo: «¡Este era un hombre!» ¿Elogio o insulto? La emoción embarga entonces a los espectadores. Que caen rendidos. Y aplauden.

La cruda modernidad de Shakespeare está entera en esa visión inconmovible del poder como juego de ficciones. Cuanto de más horrible exhibe ante nosotros la política contemporánea ha sido microscópicamente diseccionado ya por el poeta en esa exhibición del poder como escena sólo, como teatro que induce estados afectivos a quien asiste al espectáculo. Y que es necesariamente arte de mentir: habilidosa farsa.

Lo lógica de ese mentir tiene la primordial mecánica de la matrioshka rusa: esa muñeca que encubre dentro de sí otra muñeca, que encubre dentro de sí otra muñeca, que encubre… Solo que aquí no hay el núcleo final de la minúscula muñequita compacta que cierre el ciclo. En política no hay núcleo sólido: todo es ficticio, todo etéreo. Hay, sí, y en ese punto del tiempo se juega lo grave, el instante en el cual la clientela constata que se está aburriendo de abrir cajas que dan a cajas, que dan a cajas, sin que suceda nada. Y se enfada y empieza a proclamarlo a gritos más o menos destemplados. Se entra entonces en la zona peligrosa. Al diputado Puente le tocó experimentarlo en el AVE el otro día. Pero las cosas pueden ir a bastante más desagradables.

Sánchez está jugando su exhibición serial de matrioshkas. La primera de ellas, la más sencilla, ha puesto en escaparate la verosímil concesión de una amnistía a los reos independentistas, a cambio de no ceder, de modo explícito, en la repetición del referéndum autodeterminativo. Un espectador ingenuo podría concluir que esa cesión parcial tiene como objetivo apaciguar los ánimos de Junts y Esquerra. No es así. No puede serlo.

Segunda matrioshka. La oferta de Sánchez a los independentistas está pensada exactamente para lo contrario: exhibida la debilidad de un gobierno dispuesto a violar la ley para complacer parcialmente a sus enemigos, la lógica política exigirá que esos enemigos exijan no una parte sino la totalidad de lo que solo a un gobernante rendido es posible arrancarle. La imagen suplicante de Sánchez solo puede disparar la exigencia innegociable de una inmediata independencia para Cataluña. Tanto Puigdemont como Junqueras quedan, así, obligados a imponer esa baza: el que antes renunciara a ella será apisonado por el otro. Ninguno cederá: su instinto de supervivencia es demasiado fuerte. O bien amnistía más referéndum, o bien nada. Así acaban de formularlo.

Tercera matrioshka. La que vendrá ahora. Sánchez comparece públicamente –en el parlamento o, mucho mejor, ante los televisores, que son muchísimo más importantes– para escenificar los términos del drama. «He ofrecido una salida honorable y generosa. He sido despreciado por dos insensatos fanáticos. Me someto al único juez válido de mi benevolencia. Convoco, porque no me dejan más salida, elecciones generales inmediatas». Las convoca como mártir y como héroe. Hubiera podido venderse y humillar a la nación. No lo ha hecho. Ahora toca a la nación agradecérselo. ¡Quién da más! ¿Todo es mentira? ¿Qué más da, si la comedia es grata y su emoción embarga a los espectadores? Y Puigdemont y Junqueras, que se vayan matando el uno al otro.

Es bastante probable que funcione. Pongámoslo en labios de Marco Antonio: «El mal que hacen los hombres sobrevive».