La palabra maldita
Debe pensar Sánchez, como lo hicieron sus predecesores, que lo que no se nombra no existe. Será síntoma de la soberbia que ciega a los poderosos
Todo presidente tiene su palabra maldita, aquella que no quiere pronunciar. Sus silencios –a estas alturas ya deberían saberlo– se convierten en el más sublime de los estímulos para el periodista. Intentamos que la verbalice en ruedas de prensa y entrevistas. Eso provoca que el susodicho se encierre en su caparazón, evitando esas comparecencias en público que son cada vez más infrecuentes. Y es entonces cuando se organiza el cerco: se pregunta a los de su partido y a los ministros y se contrastan sus declaraciones con el mutismo o los circunloquios del inquilino de la Moncloa. Hasta que aparece acorralado. El que logra que ese vocablo maldito, esa palabra prohibida, salga de los labios del primer ministro tiene el triunfo y el titular asegurado.
Para Zapatero, más lenguaraz que Pedro Sánchez, aquello debió resultar una auténtica pesadilla. En el verano de 2007, las bolsas americanas se desplomaban augurando una recesión en toda regla, la purga de todos los excesos. Entonces, el presidente, queriendo conjurar los fantasmas, se jactaba de que estábamos en la Champions League. Después de comparecer en Davos junto al primer ministro griego, cuando los inversores internacionales descubrieron que, si no éramos lo mismo, éramos parecidos, llegó la tormenta. Y él, tirando de chequera, se montó un Plan-E para arreglar aceras y hacer frontones pensando que con eso lograría insuflar algo de ritmo en una economía que se caía a pedazos. Pero seguía sin pronunciar la palabra maldita, la palabra crisis. Para Zapatero aquello era solo una suave desaceleración. Hasta que se lo llevó por delante.
A Rajoy se le atragantó un nombre propio: el de Bárcenas. Debía pensar el presidente que con un elenco de tecnócratas salvando a España del rescate se reservaría un lugar en la historia. Con cierta soberbia y un tufillo de superioridad, lo hicieron. Y merecerá mención por ello. Pero poco podía esperar que, después de la hazaña, su gran dolor de cabeza iba a ser nada menos que su antaño amigo y extesorero del Partido Popular, amenazando por personas interpuestas con tirar de una supuesta manta. Por más que se le preguntaba, lo más que atinaba a decir era «ese señor del que habla» o el célebre «y ya tal». Probablemente de forma injusta, con una sentencia manipulada, pero el caso Bárcenas se lo llevó por delante en una moción de censura, esa también, para la historia.
A Sánchez parece que la palabra que se le atraganta es «amnistía». No ha subido a la tribuna en el debate de investidura de Feijóo para defender su posición política. No se ha dignado a citarla, a pesar de las insistentes preguntas, en la rueda de prensa posterior a su designación como nuevo candidato. Será porque la medida de gracia que se cuece en las cocinas de la Moncloa tendrá otro nombre, Ley de Convivencia o como quieran llamarla. En todo caso, eufemismos que, ante los ojos de los ciudadanos, no lograrán ocultar su verdadera esencia.
Debe pensar Sánchez, como lo hicieron sus predecesores, que lo que no se nombra no existe. Será síntoma de la soberbia que ciega a los poderosos. O una de las múltiples manifestaciones del célebre síndrome de la Moncloa. O tal vez la muestra más evidente del complejo, del sentimiento de culpabilidad. Sea cual sea la causa de sus silencios, cuando el debate está en las terrazas de los bares y en los puestos del mercado, no hay forma de sortearlo. Tarde o temprano, te arrolla.