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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Fiesta Nacional

Solo faltaba que el último reducto de la libertad, protestar pacíficamente ante un atraco, tuviera que censurarse para no molestar al señorito

Tres días después de que Sánchez, todo su Gobierno, los dirigentes del PSOE, de Sumar, de Podemos y del resto de formaciones antisistema aferradas a la ubre pública del sistema insultaran a los miles de manifestantes de Barcelona, cuyo único pecado fue defender la vigencia de la Constitución con impecable civismo; el presidente en funciones ha movilizado a Miss Puertollano, también conocida como Isabel Rodríguez, a exigir que no le piten en la celebración de la Fiesta Nacional.

No es muy gratificante que un día así quede empañado por algo tan en principio inaudito como que los ciudadanos de un país abronquen al presidente que preside ese país, pues en principio ése sería un momento espléndido para orillar distancias ideológicas y cobijarse en las coincidencias nacionales.

Pero la culpa de romper ese consenso esencial no es de quienes piten, sino de quien ha transformado sus protestas legítimas, y civilizadas siempre, en una herramienta para despreciarles y tapar con ello el objeto de su indignación: asistir, en tiempo real, a una degradante ceremonia de sumisión nacional impulsada por quien, en pureza constitucional, más obligación tiene de evitarla.

Pitar a Sánchez es pitar la amnistía que arrodilla a España ante sus enemigos, la obliga a disculparse ante ellos y les faculta para repetir los hechos con la garantía absoluta de impunidad.

Es pitar la indefensión de la Constitución, que además de una ley es el símbolo de una conciencia nacional, sometida a subasta por ese puñado de dólares que son los siete votos de Puigdemont.

Es pitar también el sometimiento de una abrumadora mayoría, la compuesta por españoles que más allá de su voto se sienten parte del mismo todo, a una intolerante minoría dispuesta a transformar la debilidad del aspirante socialista en una oportunidad para lograr por las bravas lo que jamás obtendrían por los cauces democráticos reglamentarios.

Es pitar la bochornosa presencia en el Gobierno de España de partidos que consideran una agresión sexual un «piquito» de un idiota pero callan, o incluso comprenden, la violación en masa de mujeres en Israel o la ayuda prestada a más de mil delincuentes sexuales por una ley aprobada desde el sectarismo feminoide más estúpido y feroz.

Es pitar, igualmente, a un Gobierno que llama terrorismo a todo cuando está en la oposición, desde la intolerable violencia de género hasta la pobreza energética, menos al terrorismo de verdad, el que transigían sus amigos de Bildu y el que practican sus hermanos palestinos bajo el turbante de Hamás.

Y es pitar, entre tantas cosas repudiables, la extensión del privilegio fiscal para los cabecillas nacionalistas, el atraco impositivo para todos los demás, la persecución de la economía productiva, la glotonería y tren de vida de la Administración Pública y la recreación de las dos únicas Españas reales existentes: la que paga y la que cobra, la que roba y la robada, la que trabaja y la que sestea, la que cumple las leyes y la que se las salta, la que madruga y la que nunca amanece, la que respeta y la que agrede, la que tolera y la intransigente.

Pitar a Sánchez es, en realidad, un gesto libérrimo y desesperado de una sociedad preocupada por su futuro a la que, además de engañar y denigrar, se pretende silenciar para que sea mero atrezo silencioso de ese parque temático de la verdad única que Sánchez, con sus instituciones asaltadas y su equipo de opinión sincronizada, puedan cometer sus fechorías sin réplica. Más que una opción, pitarle a Sánchez es ya una obligación cívica ineludible. Hoy, 12 de octubre, especialmente.