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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Sánchez nos desprecia. (Con razón)

Sánchez, Aragonés (¡tiene narices que se llame «aragonés»!): figuras impecables del desprecio. ¿Los senadores? Impotentes domésticos

El desprecio consiste en la imaginación de alguna cosa que impresiona tan poco a la mente, que ésta, ante la presencia de esa cosa, tiende más bien a imaginar lo que en ella no hay que lo que hay.ÉticaSpinoza

Ante el Senado, que se dice cámara representativa, el presidente del Gobierno desprecia a sus representados. No se toma siquiera la molestia de comparecer. Y ordena a sus subordinados que callen como tumbas. Ante el Senado, que se dice cámara representativa, el actual capo de quienes dieron el golpe de Estado en Cataluña asesta un mitin publicitario a quienes allí cobran sueldo de representantes. Y se va, dando un portazo. Un verdadero señor no pierde el tiempo en cortesías con la servidumbre.

Sánchez, Aragonés (¡tiene narices que se llame «aragonés»!): figuras impecables del desprecio. ¿Los senadores? Impotentes domésticos. ¿Nosotros? Cretinos que pagamos y callamos. Al fin, la sociedad perfecta. Sin ni siquiera las paradojas que el Hegel de 1807 ponía en su dialéctica del amo y el esclavo. No hay resistencia ya: la esclavitud es ahora dulce y deseable. Y quienes no la aceptan deben ser extirpados: «Cancelados», dice la jerga de ahora.

Sánchez es el paradigma de la hipermodernidad política: nadie le negará ese mérito. La innovación sobre la cual funda un político del siglo XXI su relación con la masa ciudadana, que le financia delirios y sueldo, es el desprecio. Estamos ante la última frontera de eso a lo que había dado nombre profético Étienne de la Boétie en el siglo XVI: «Servidumbre voluntaria». Estrategia que se asienta sobre un axioma sencillo: los hombres no aman la libertad en lo más mínimo; y su placer se cifra en el abismo inconfeso de ser siervos. Porque el siervo no está obligado a tomar decisiones, ni a correr, por tanto, responsabilidad ni riesgo: otro se ocupa de hacerlo. Amar el placer del amo, por encima del placer propio, es alcanzar el paraíso en tierra. Y, así, a aquel que ejerce con plenitud el mando, otorgan sus pálidos servidores los atributos de omnipotencia, omnisciencia y veracidad que metaforizan en lo mundano la presencia de un Dios. O –tanto da en política– de un Diablo.

¿La innovación? Es muy sencilla, y ha ido abriéndose paso en el último medio siglo. Hasta dotarse de los medios técnicos que la impongan como obvia: televisores, redes, imperio de la imagen barriendo aquel viejo poderío de la escritura, sobre la cual se asentaron dos milenios y medio de cultura y política europeas. Ahora, borrados, «cancelados». Al aceptar –más aún, interiorizar como propia– la preminencia de un amo institucional, la muchedumbre sumisa de los analfabetos en red –tejido social básico de nuestro presente–, aniquila al ciudadano y lo transmuta en residuo, en escoria pasiva, con la cual los poderosos crearán o destruirán cuanto les venga en gana. Sin límite.

La escritura fue, desde Platón, el instrumento de la libertad: único escudo eficiente de esta criatura acosada que es la humana. En un mundo sin lectores –muchísimo más hermético que el de la visionaria novela de Ray Bradbury Fahrenheit 451 (temperatura, recordemos, a la cual un libro arde)–, el siervo pone su dicha en ser humillado por aquel en quien ve «representada» la constelación delirante de sus fantasmagorías. Y ese amor a quien te pisotea, a quien vive a tu costa y al precio de todas tus humillaciones, no puede producirle al amo más que risa: así de estúpidos son mis siervos; harán por mi placer todo cuanto yo, Sumo Doctor, les imponga; mejor, cuanto más doloroso. Cuanto más aman, los pobres, más son desposeídos.

Vivimos en el desprecio. Placenteramente. E, igual que los encadenados de la caverna platónica, estamos prestos a descuartizar a aquel que tratara de liberarnos. El amo lo sabe. Se blinda en ello. Nos desprecia. No le faltan razones para hacerlo: se desprecia, enseñaba Spinoza, aquello de lo que nada tememos.