Mientras Sánchez disimula, Aragonés va y lo cuenta
Aragonés fue descortés y maleducado con sus colegas autonómicos a los que no escuchó, ni despidió, pero preciso y nítido en sus condiciones y exigencias para investir a Sánchez
Escribo camino de Sevilla en un tren Renfe que salió de Atocha con una hora de retraso y precedido de un caos organizativo en el hall de la estación, impropio de un país líder en turismo y más acorde con un apeadero destinado al trasiego y embarque de ganado.
El deterioro de la compañía pública de trenes y del gestor de infraestructuras ferroviarias, Adif, es directamente proporcional al que vienen experimentando las instituciones del Estado desde que Sánchez llegó a la Moncloa.
La influencia del gafe por acción u omisión es implacable. No funciona Renfe como no funciona el Congreso, cerrado por el intervencionismo que Sánchez ejerce sobre una Cámara legislativa cuya presidenta sólo atiende a sus intereses y niega a la oposición, aunque hay precedentes de inconstitucionalidad de la etapa de Rajoy, el democrático e imprescindible ejercicio de control al Ejecutivo, aunque éste siga en funciones que no es lo mismo que funcione.
Nunca antes se había plegado el Congreso a las exigencias e interés del Gobierno como con el actual inquilino de la Moncloa. La presidenta Armengol es una correa de transmisión más al servicio de las necesidades de Sánchez al que no importuna ni apremia para su investidura, mientras a Feijóo le puso fecha horas después de que fuera designado por el Rey.
Paradójicamente los mismos dirigentes socialistas y terminales mediáticas del «sanchismo» que reprocharon al líder del PP hacer perder el tiempo a este país con su investidura fallida, callan vergonzosamente ante la negociación clandestina, no confundir con discreta, y «sine die» de Sánchez con los separatistas.
¿Significa esto que la investidura de Sánchez está más lejos y complicada de lo que cabía pensar y una repetición de las elecciones más cerca de lo que podíamos imaginar? Es posible pero poco probable.
Hasta el 27 de noviembre, fecha límite para volver a las urnas, hay margen para que Sánchez, con la inestimable indulgencia de su subordinada en la presidencia del Congreso y la colaboración cómplice de Conde Pumpido, perpetre una «ley de impunidad» en cuyo preámbulo, como exige Puigdemont, el Estado pida perdón a él y a todos los golpistas del 1-O por perseguirlos policial y judicialmente.
Ahí está el escollo de la negociación: en la búsqueda de los eufemismos y trampantojos que maquillen la indignidad de una medida anticonstitucional que dinamita la igualdad de los españoles, como denunciaron en el Senado los presidentes autonómicos del PP ante la ausencia vergonzosa de los del PSOE y la presencia del «petit» Aragonés i García, cuyo paso por la cámara alta fue como un suspiro, que es lo que inspira su recortada figura no exenta de soberbia, altanería y una gran descortesía.
Aragonés fue descortés y maleducado con sus colegas autonómicos a los que no escuchó, ni despidió, pero preciso y nítido en sus condiciones y exigencias para investir a Sánchez: primero la amnistía, que no supone el punto final de la negociación sino el punto de partida, y después el referéndum de independencia.
Mientras Sánchez calla, su socio le dejó en evidencia y aclaró que la amnistía no soluciona ni acaba con el conflicto en Cataluña, como nos quiere hacer creer Sánchez para justificar su infamia. Después viene el referéndum. Y sin un compromiso por escrito de aceptación de la consulta sobre el derecho de autodeterminación, como reivindica el delincuente de Waterloo, no hay investidura. Por tanto, si Armengol fija una fecha para el debate antes del 27-N es por que Sánchez ha cedido en todo y entonces sí, lady «cohete», este país se va al «carajo».