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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

¿Sonríe Belarra?

Irán necesita imperativamente una matanza. De gazatíes. Sólo Irán sonríe. Y, tal vez, Ione Belarra.

Jewish lives matter? Ya que nadie en España lo proclama, atrevámonos a plantarnos la pregunta: ¿la vida de un campesino judío del sur de Israel cuenta menos que la de un ciudadano negro, víctima de odiosos abusos policiales en el Bronx? Y las de los mil cuatrocientos campesinos judíos asesinados, las de las niñas judías violadas y matadas luego, las de los padres forzados a asistir al suplicio de sus bebés antes de ser ejecutados ellos mismos, ¿valen algo? De la respuesta a esas desagradables preguntas pende la consistencia moral de la anestesiada Europa. Y la nuestra, aún en mayor medida.

Atrevámonos a decir lo que no es agradable. En Nuremberg, nadie en su sano juicio pidió piedad para Göring, para Hess… O, en Polonia, para Höss. Ni para los asesinos de Auschwitz, de Birkenau, de Belsen, de Monowicz… ¿Van ahora, desde su confortable balneario, los europeos a extraviarse en la podrida compasión hacia Hamás, la peor partida de criminales que nuestro presente ha conocido? ¿Va quedar en pie algo de nuestra conciencia moral, si quienes han jaleado como heroicidad legítima esos asesinatos, violaciones, secuestros…, siguen ocupando puestos ministeriales en una España que se dice garantista y democrática?

Las leyes españolas persiguen la «apología del terrorismo». Seamos serios: no ha habido en los últimos tres cuartos de siglo muchos actos terroristas comparables en crueldad al desplegado por Hamás el 7 de octubre. Ni ha habido, en el casi medio siglo constitucional de España, una declaración de solidaridad con bandas de asesinos, más claramente perseguible que la de las tres ministras populistas de Pedro Sánchez.

No caben aquí eufemismos. Es de decencia básica llamar a las cosas por su nombre. «Pogromo», a lo consumado por los asesinos de Hamás. «Apología del crimen», a lo formulado por las tres ministras.

¿Hay una responsabilidad en Israel? La hay: la responsabilidad de un Netanyahu que, obsesionado por desposeer a la democracia israelí de su firme división de poderes (con un tesón muy parecido al de Sánchez en España), ha desatendido a esa columna vertebral de la nación judía que es su ejército: un ejército que, por ser la ciudadanía en armas, se erigió en el más firme defensor de las garantías judiciales, que Netanyahu y los partidos religiosos buscaban liquidar. Puede que, al despotenciar a su ejército, el primer ministro israelí pensase estar debilitando a su más duro adversario. Pero estaba minando la condición de existencia de su nación y de su pueblo, frente a un enemigo que nunca ha ocultado su voluntad de exterminar hasta el último judío; frente a un enemigo que juzga a Hitler demasiado blando, por no haber sabido cumplir su destino histórico: borrar a los judíos de la faz de la tierra.

Y conviene recordar los más elementales datos históricos. Israel aceptó, en 1948, la división territorial en dos naciones (Israel y Palestina), que todos los países árabes rechazaron. Fue invadido. Ganó su guerra. Volvió a ser atacado en 1967 por todas sus fronteras. Y volvió a ganar. Vio, en el 73, su territorio nuevamente invadido por las tropas egipcias. Y, en el momento más extremo, ganó de nuevo. Y, una y otra vez, ofreció el retorno a la oferta de las dos naciones. Sólo Egipto acabó por entender que no había más opción que la de llegar a un acuerdo de fronteras. En el año 2000 y en Camp David, bajo el patronazgo de Clinton, Israel aceptó el 98 por ciento de las reivindicaciones territoriales palestinas. Arafat –ante el estupor expreso de sus lugartenientes– rechazó la oferta: temía, les explicó, que su OLP fuera masacrado por los islamistas si firmaba. Es lo que, al final, sucedió en Gaza, de dónde tuvo que ser el propio Israel quien ayudara a salir con vida, camino de Cisjordania, a los dirigentes de la OLP a quienes Hamás estaba asesinando.

Convendría también hacerse una elemental idea acerca de lo que se dirime en estos momentos. No independencia alguna para una Gaza a la cual Hamás ha hundido en la más impecable miseria y ha hecho materialmente inviable. No es Hamás. Es Irán quien combate: por manos de gentes que ya sólo pueden vivir de lo que alquilar sus armas a los ayatolás pueda reportarles. Pero el interés de Irán no es que Gaza sobreviva. El interés de Irán es que Arabia Saudí no pueda cerrar su proyecto de relaciones diplomáticas con Tel-Aviv. Para eso, Irán necesita imperativamente una matanza. De gazatíes. Israel lo sabe: eso le hace posponer una ofensiva cuyos costes horribles nadie ignora. Sólo Irán sonríe. Y, tal vez, Ione Belarra.