Cayucos
La inmigración es un formidable problema, pero también una espléndida oportunidad si se deja de gestionar con buenismo negligente
No está claro cuántos inmigrantes entran cada día en Canarias, como en Almería o Lampedusa, pero las cifras más verosímiles hablan de 500 al día, con picos ocasionales de un millar. Es un drama, un problema, una oportunidad y un peligro a la vez: todo, menos una ficción que pueda silenciarse o resolverse exclusivamente con cánticos humanitarios, inútiles para atender los perjuicios que supone negar la dimensión del fenómeno.
Alemania acaba de aprobar una ley que, técnicamente, permitirá la deportación masiva de inmigrantes ilegales a los que, el canciller socialista Scholz, considera potencialmente una amenaza para la seguridad. Y los ministros de la Unión Europea se han confabulado para seguir una línea similar, aplicada ya por países que gestionan sus fronteras, como Italia, al margen de las normas de Schengen.
La amenaza yihadista explica la contundente respuesta, prácticamente idéntica a las que a Abascal, Salvini o Le Pen dieron en su tiempo bajo durísimas acusaciones de ultraderechistas que hoy nadie dedica a quienes, desde distintos Gobiernos genuinamente democráticos, sostienen algo parecido.
Pero no es solo el miedo al fundamentalismo, hay algo más: quizá por primera vez Europa, y muchos de sus miembros, se preguntan en voz alta por los resultados prácticos de sus políticas contra la identidad europea y nacional, por los efectos de su tolerancia hacia culturas con otra escala de valores y de derechos, por las consecuencias de haber consolidado todo tipo de identidades sexuales o sociales pero haber borrado la única, la nacional, que incluye y defiende el sistema de derechos y obligaciones que distingue la civilización de la barbarie.
Nadie puede recorrer 1.700 kilómetros entre Senegal y El Hierro en un cayuco de madera que, solo en combustible, necesitaría unas seis toneladas para alcanzar su destino: es obvio que, en los casos de desembarcos masivos, los desplazamientos se hacen en barco y se rematan en patera. Y es verosímil que todo ello sea un negocio de mafias organizadas que cuentan con la estúpida complicidad de organizaciones humanitarias y Estados blandengues incapaces de proceder con la energía debida para evitarlo.
Pero también es evidente que necesitamos a la inmigración, en países con la natalidad hundida, que el estado de bienestar es inviable sin la aportación de ellos, y que las comunidades de inmigrantes «legales» son tan beneficiosas como perjudiciales las que viven en el limbo de la ilegalidad trufada de costumbres medievales, ritos tribales y una profunda indiferencia hacia el catálogo de leyes, normas y tradiciones que han hecho de Europa el mayor espacio de progreso conocido por la humanidad.
Considerar a los inmigrantes como un foco de delincuencia es tan impreciso e injusto como negar que su tasa de violaciones triplica a la de los españoles, pues el 13 por ciento de la población total del país asume casi el 33 por ciento de los delitos de ese tipo.
Y renunciar a aplicar, defender y monitorizar su integración social, que comporta obligaciones inexcusables hoy desatendidas sin las cuáles es inaceptable reconocer derechos; es tan peligroso como abonarse a miedos xenófobos atávicos.
Solo quien niega la realidad acaba convirtiéndola en un horror: nada hay peor para el futuro de los inmigrantes que revocar con ellos el mandato fundacional de un Estado de derecho, que no es otro que la combinación de deberes y derechos, bajo un razonable sistema plural que no puede olvidar los mínimos necesarios para incorporarse a él: aquí trabajamos, respetamos, cumplimos y entendemos que una democracia se construye sobre la igualdad, desde luego, pero a partir de una premisa innegociable de respeto a un orden que suele ser mejor que el suyo.
Y decirlo así no es una ofensa, sino una garantía sólida para el que está y el que viene: ya está bien de pedir perdón por lo que más orgullo debiera provocar, que no es otra cosa que los mejores valores de la humanidad. Esto se defiende, sin más, no se negocia.