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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

¿Respeto por Puigdemont? Ninguno

Se disputa una batalla vital entre los separatistas y los que defienden a España y solo puede ganar uno, ya no caben medias tintas ni extrañas cortesías

La pregunta no es muy difícil: ¿Cuál es el mayor problema de España? Pues es evidente, el del separatismo, porque se trata del único que puede comprometer la propia existencia del país, base de todo. En contra de las pamplinas que sostienen que «Cataluña está muchísimo mejor que en 2017» y que la situación se ha «desinflamado» gracias al entreguismo de Sánchez, la realidad es exactamente la contraria. El problema se ha agudizado. A lo que ya había –los separatistas gobiernan en Cataluña y siguen trabajando en la independencia y el desdén hacia España con una tenacidad infatigable– se ha unido un agravante, y es que la debilidad parlamentaria del líder del PSOE les está facilitando avanzar hacia su objetivo. El separatismo catalán y vasco jamás había tenido enfrente a un Gobierno español tan desvalido y tan sometido a sus designios. Cada nueva cesión supone más Cataluña y más País Vasco y menos España, ese es el saldo real.

La existencia de un país no se puede dar por supuesta. No atiende a ningún ensalmo milenario que se pierde en la noche de los tiempos, sino que se forja sobre una comunidad de intereses y rasgos comunes que unen a una población, empezando por el idioma, la educación y la historia compartida. Nadie lo explicó con más sencilla claridad que Ernest Gellner, el gran estudioso de los nacionalismos: «Las naciones no son algo ineludible históricamente, ni los estados nacionales son un destino final manifiesto. El nacionalismo engendra a las naciones, no a la inversa».

El veraz aserto de Gellner lo han interiorizado perfectamente los nacionalismos centrífugos vasco y catalán, que trabajan sin descanso desde comienzos del siglo XX por forjar sus estados, habiendo llegado para ello hasta a una bárbara ola de violencia asesina que duró seis décadas (ETA). Por su parte, Franco sabía de manera intuitiva que la única manera de frenar a los nacionalismos disgregadores era haciendo que imperase otro mayor, por eso la médula de su larguísimo mandato estribó en fomentar el arraigo de la nación española.

La llegada de la democracia provoca un curioso fenómeno que nos ha traído a la encrucijada en la que estamos. Los partidos estatales mayoritarios se despreocupan por completo de seguir fomentando el afecto hacia España y la identificación con ella, pues lo dan por supuesto. Pero en el bando adverso sucede exactamente lo contrario: los nacionalismos centrífugos intensifican la propaganda a favor de la idea de las naciones vasca y catalana, aprovechando de una manera desleal los instrumentos de autogobierno que ha puesto en sus manos el flamante estado de las autonomías. Durante la Transición se cometen dos cagadas monumentales que acabarán debilitando a España: 1.- La cesión de las competencias educativas a las comunidades, que es aprovechada por los nacionalistas vascos y catalanes para educar en el ensimismamiento en el terruño y el rechazo a España. 2.- Una ley electoral equivocada, que sobrerrepresenta en el Congreso a los partidos nacionalistas y les otorga un peso a la hora de decidir el Gobierno de España que no se corresponde para nada con lo que suponen sus votos en el conjunto del país.

A esos dos errores de diseño institucional se une la inmensa empanada conceptual de la izquierda española, que a diferencia de sus pares europeos considera que el patriotismo es algo ominoso -léase franquista- y acaba eligiendo una y otra vez como socios en ayuntamientos, diputaciones y comunidades a los nacionalistas. Hasta alcanzar la felonía final de Sánchez: aliarse con los que quieren destruir España para intentar mantenerse en el Gobierno de España. Un absurdo.

Ningún presidente español de la democracia quiso ocuparse de la fundamental batalla que acabamos de resumir, salvo tal vez un poco Aznar. Ninguno se propuso un programa sólido de fomento de lo que nos une (el idioma español, nuestra historia común, nuestros lazos culturales, deportivos, afectivos y económicos). Ninguno se trabajó los medios de comunicación catalanes y vascos para que remasen a favor de España. Ninguno lanzó un plan tipo Más España para dar la batalla contra la inmensa campaña de los separatistas, que a diferencia de los sucesivos gobiernos estatales jamás han dejado de empujar a favor de sus «naciones» (de entrada, haciendo obligatorios en la escuela idiomas minoritarios y prohibiendo de hecho el más hablado).

En el siglo XXI, Rajoy hizo gala de una decepcionante abulia en este frente, incluso eliminó el Ministerio de Cultura, cuando la liza entre el nacionalismo español y los periféricos es en gran medida cultural. Zapatero reforzó los lazos de unión del PSOE con los separatistas y abrió estúpidamente la caja de Pandora independentista con el cebo de los nuevos estatutos. Ya con Sánchez hemos llegado a la situación más dañina para España: un títere que depende de un prófugo golpista y que está dispuesto a desairar al Rey, al Supremo, al TC y hasta a lo que él mismo hizo en 2017 con tal de mantener su poltrona. Ahora mismo se apresta a remozar la Constitución al margen de los cauces que ella establece y al dictado de los partidos que dieron el golpe separatista de 2017, ERC y Junts.

Cuento todo esto porque a veces cunde la sensación de que Feijóo no acaba de entender, o asumir del todo, que España está inmersa en una batalla en la que se juega su perduración o su destrucción, una disputa en la que no caben medias tintas, ni comprensivos buenísimos periféricos. Por eso supone un resbalón que con la que está cayendo reconozca en Barcelona que el PP mantiene contactos indirectos con Junts, partido cuya única meta y razón de ser es lograr la independencia de Cataluña. O que exprese «respeto» hacia Puigdemont, un fugitivo cobarde con su propio pueblo y un político de credo supremacista, que no tiene más objetivo en su vida que cargarse lo que es España (y humillarnos durante ese proceso todo lo que pueda).

Feijóo, que tiene sus virtudes y ha sacado al PP de su coma en las urnas ganando las elecciones, sufre una extraña mutación buenista cada vez que pisa Barcelona, que debería sacudirse. No hay mensaje más desolador para el votante tipo del PP que escuchar a su líder expresando «respeto» hacia Puigdemont (lo cual supone además todo un regalo para Sánchez, como ha aprovechado enseguida su periódico de cabecera). A Feijóo, aunque no es hombre de lecturas -y debería, al igual que necesita aprender inglés- le convendría leerse los libritos de Gellner y también grabarse a fuego el sabio consejo que les dio Tony Blair en su día a los laboristas escoceses: la única manera de vencer al nacionalismo es rechazándolo por completo, porque tratar de entenderlo y confraternizar con él solo te lleva al hundimiento. Y así les fue a los laboristas escoceses, que pasaron de hegemónicos a residuales tras mostrarse tolerantes con el nacionalismo.

Así que, por favor, a Junts, ni agua. Y a Puigdemont, menos.