El hipopótamo
Los lectores tienen razón, y exponer con frecuencia en mis escritos que Yolanda Díaz es tonta puede provocar reacciones en la Fiscalía y mandarme un día a los guardias. Es por ello que lo escribo por última vez
Me alertan muchos de mis lectores del peligro que asumo reiterando que, en mi opinión, Yolanda Díaz es tonta. No puedo engañar a mi libertad ensalzando su brillantez intelectual. Para mí, Yolanda Díaz, y lo escribo con serena distancia, es tonta, y por ahora, por más que lo he intentado, carezco de argumentos para cambiar de opinión. En una entrevista Alfonso Guerra corrobora mi intuición: «Yo no tengo nada, ninguna relación con ella. No la he visto en mi vida. No sé nada de ella. No me interesa. Es una persona… que su oquedad mental no me interesa».
Un tonto activo puede resultar peligrosísimo. Alberto Garzón es tonto, pero su pasividad, su indolencia y su innecesariedad asumida garantizan su falta de peligrosidad. Sabino Arana era tonto, un tonto activo y resentido, amén de racista y machista, y miren la que armó. Sus libros de máximas, reflexiones y pensamientos no los edita el PNV porque les produce, simultáneamente, vergüenza y alipori. Pero en efecto, los lectores tienen razón, y exponer con frecuencia en mis escritos que Yolanda Díaz es tonta puede provocar reacciones en la Fiscalía y mandarme un día a los guardias. Es por ello que lo escribo por última vez. Es muy tonta.
Contaba Jaime Campmany un sucedido de su juventud murciana. En Totana o Mula –no lo recuerdo con exactitud– se celebraban las fiestas patronales. Y existía una gran rivalidad entre las dos familias más poderosas de la localidad. Los Montesco y los Capuleto de Romeo y Julieta eran familias bien avenidas comparadas con las de Totana o Mula. En la barra de un feriante bebía su antepenúltima copa uno de los jefes de la familia Jengibre, cuando pasó por ahí una de las señoras principales de familia Puchardes, la rival. Y el varón de los Jengibre saludó a la mujer de los Puchardes con escaso sentido de la cortesía. La señora Puchardes, dama de acrisoladas virtudes –como se escribía en ABC en las necrológicas femeninas–, estaba bastante rellenita. Y la voz de Jengibre se oyó a cinco kilómetros a la redonda.
Barullo, tortas, puñetazos, y los municipales que se llevan al señor Jengibre detenido. Al día siguiente, vista ante el juez de paz. Su señoría busca la reconciliación.
–Señor Jengibre, ¿reconoce haber llamado a la señora Puchardes «hipopótamo»?
–Lo reconozco, señoría.
–¿Se arrepiente de ello?
–Estaba un poco bebido, y sí, me arrepiento de ello.
–¿Está dispuesto a disculparse?
–Lo estoy, señoría, y le pido perdón.
–Señora Puchardes, ¿acepta las disculpas del señor Jengibre?
–Aunque me sentí humillada, las acepto.
–¿Solicita alguna forma de sanción para el señor Jengibre?
–Me basta y sobra con su reconocimiento de la falta y su petición de perdón.
–¿Le perdona?
–Le perdono.
–Así me gusta –comentó el juez de paz–. En cinco minutos estará el acta a su disposición para que la firmen.
Firmada el acta, y cuando abandonaban la sala, inesperadamente, el señor Jengibre se volteó y dirigiéndose al juez le preguntó.
–Señoría, ¿a los hipopótamos se les puede llamar «señoras»?
El juez no supo responder.
–Pues a sus pies, señora. Buenos días.
Gol en el último segundo.
Aunque nada tenga de ejemplar, en el caso que me ocupa y preocupa, voy a seguir las enseñanzas del grosero y listo señor Jengibre.
Interviene el Fiscal.
¿Se arrepiente de haber llamado la señora vicepresidente del Gobierno 689 veces «tonta»?
–Me arrepiento.
–¿Acepta las disculpas, doña Yolanda?.
–En beneficio de la paz cósmica, las acepto.
–Firmen el acta.
-Señoría, ¿a las tontas se les puede llamar «preciosidad»?
–No hay delito en ello.
–Pues… buenos días, preciosidad.