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Perro come perroAntonio R. Naranjo

El Rey Juan Carlos y su nieta Leonor

La exclusión del Rey desterrado de la jura constitucional de su nieta era un desafío a Felipe VI, y lo ha resuelto con acierto

Tiene toda la lógica política que don Felipe no fuerce la presencia de su padre en la solemne ceremonia de jura de la Constitución de la Princesa Leonor: sus obligaciones institucionales están siempre por delante de sus sentimientos personales, como lo estuvieron cuando don Juan Carlos aceptó el trono en detrimento de don Juan, una figura indispensable para entender la restauración democrática y, quizá, la mayor oposición que tuvo Franco desde el exilio.

Detectar las consecuencias de los actos antes de cometerlos es una obligación indelegable de un Jefe de Estado, y la presencia de Juan Carlos I enturbiaría un momento decisivo para la perpetuación de la Corona como epicentro de la Monarquía Parlamentaria del 78.

En pleno desafío a la Transición, al modelo que implantó y a la Constitución que lo convierte todo ello en ley; los gestos testiculares solo servirían para dar razones a quienes sostienen ese pulso, tantos de ellos desde el Gobierno o en sus aledaños, deseosos de un resbalón de Felipe VI para lanzar su ataque definitivo a la Corona y proclamar una República nuevamente guerracivilista, tan alejada de las de Francia, Alemania o Estados Unidos y tan cercana, a la vez, a la del Frente Popular.

No son pocos, sin embargo, quienes lamentan profundamente la exclusión del desterrado de una imagen que sería imposible sin él, uno de los grandes artífices de la recuperación de la institución que algún día encabezará su nieta y ahora lidera su hijo, incrustada en el régimen democrático que tampoco existiría, al menos en su formulación actual, sin su impulso.

Pero eso no es achacable al Rey en ejercicio, cuya primera tarea es garantizar la continuidad de la futura Corona, incluso al precio de devaluar la pasada con gestos de desprecio personal a su predecesor que quizá sean inevitables para consolidar a su sucesora.

A quien hay que mirar es al Gobierno, y muy particularmente a su presidente en funciones: es él quien perdona la vida a Don Felipe a cambio de que hiberne a Don Juan Carlos, con una estrategia de palo y de zanahoria que resulta evidente.

Porque tan cierto es que no aprieta el botón nuclear contra la Corona, permitiendo por ejemplo la creación de Comisiones de Investigación en el Congreso como las reclamadas hasta la extenuación por Podemos; como que la mantiene a raya con la amenaza de levantar el veto a esas iniciativas y tantas otras que sus socios impulsarían gustosos para acabar con la Casa Real.

Y es ahí donde se percibe la maldad congénita del sanchismo y los peligros acechantes para la Monarquía. Porque su defensa práctica, que no necesita ir acompañada de una fe auténtica en la institución pero sí en su inmejorable utilidad para cohesionar los valores nacionales y constitucionales (idénticos a los de una República decente y perfeccionados por su superior simbolismo), necesitaría de una actitud de la Moncloa que por supuesto nunca ocurrirá.

El mismo país que indulta a Junqueras, negocia con Puigdemont, blanquea a Otegi e incluso acerca a su casa a Txapote prefiere mantener un cordón sanitario sobre Don Juan Carlos, cuyos pecados de ejemplaridad han sido sobradamente pagados con una abdicación, un exilio insólito y un oprobio innecesario que, en realidad, son una manera de mantener en la diana, bajo sospecha, al «Régimen del 78».

El desprecio a Don Juan Carlos es, en realidad, la bala de plata que se guarda Sánchez para dispararla, o guardarla en la recámara, en función de sus necesidades y de las exigencias de sus insaciables aliados.

Y por eso, aunque no siempre se entienda, es razonable que Don Felipe mantenga la calma: está defendiendo la Constitución, aunque sea al humillante precio de arrinconar a quien la promovió, en otra cruel paradoja de esta triste España sanchista.