Lo feísimo
Si los propios socialistas no son capaces de ver la fealdad intrínseca de su sumisión a los intereses personales del líder, no hay remedio
He estado a punto de escribirles a ustedes el enésimo artículo rasgándose las vestiduras por la indignidad moral de los socialistas, que ayer no más decían que jamás concederían una amnistía que no cabe en la Constitución y que deslegitima nuestra democracia, y que ahora, que la necesitan para seguir en La Moncloa, la aplauden a dos manos o se la tragan a dos carrillos. Pero esto ya lo saben ustedes.
Mejor escribir del fondo del asunto. De la belleza. En el reciente congreso sobre conservatismo que ha celebrado CEU-CEFAS, el director de The European Conservative, Marco Fantini, recordó cómo sus amigos y conocidos le decían que era una locura hacer una revista política que también se ocupase del arte, de la arquitectura, de la poesía incluso. Por fortuna, no les hizo caso. Sin más explicaciones, Álvaro Delgado-Gal dedica un espléndido capítulo de su libro Los conservadores y la revolución a reflexionar sobre el arte postmoderno. El camino de uno de los conservadores más influyentes de los últimos tiempos, sir Roger Scruton, arranca con una honesta apreciación de la belleza, que terminó haciéndole abrazar también la verdad y la bondad.
Andrés Trapiello recuerda que «la belleza es un atajo» y ahora necesitamos más que nunca atajos y hasta tajos. Si los propios socialistas no son capaces de ver la fealdad intrínseca de su sumisión a los intereses personales del líder, pasando por encima de su propia palabra grabada solemnemente en todas las hemerotecas, no hay remedio. Desde luego, nuestras argumentaciones y quejumbres están de más. Serán inútiles.
Necesitamos una educación estética como el comer, también por motivos políticos y sociales. Explica muy bien Delgado-Gal cómo, en el proceso del arte vanguardista, se fue imponiendo, sobre el hecho objetivo estético, la propia voluntad del artista que decía –Duchamp y su urinario mediante– qué es arte y qué no lo es. Como cualquier pretendido artista podía auto coronarse de laurel, el peso de la decisión pasó a la crítica, que juzgaba por el público qué valía y qué no, y luego a los museos que compraban o no los cuadros y con eso los consagraban, y a las galerías de arte donde se vendían.
Por eso, Salvatore Garau, el escultor italiano que vendió por 15.000 euros una estatua invisible de aire que luego se revendió por 28.000, es un artista, en todos los sentidos de la palabra. En cambio, Jens Haaning, aunque trate el tema del racismo en sus pinturas, es un infeliz, porque intentó colarle a un museo de su país dos lienzos en blanco, titulados «Coge el dinero y corre», pero no lo han aceptado y hasta ha perdido un pleito y tiene que pagar una indemnización. Ha corrido poco con el dinero. Obsérvese el arte moderno: Haaning no coló, y no es un artista; Garau ganó y sí lo es.
El paralelismo con Sánchez es evidente. Él se hace una estatua de opiniones cambiantes y una conciencia en blanco titulada «Coge el poder y corre». Los suyos le aplauden diga lo que quiera. Los españoles vamos a tener que pagarle. Si lo logra, habrá que reconocer que es un artista, aunque nosotros como conservadores usemos en este caso la palabra «artista» en su más acepción más picaresca.
Si estuviésemos educados en la belleza objetiva (también en la belleza moral), todos veríamos lo feo, vergonzoso y ridículo que es el cuadro que nos están pintando. Por eso la educación estética no es un lujo para exquisitos. Si tuviésemos, como saben Marco Fantini, Delgado-Gal, Scruton y Trapiello, un mínimo de sentido estético, estas cosas tan horrorosamente feas serían impensables.