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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Los santos difuntos españoles

Solo queda la Corona, un par de partidos, cuatro medios de comunicación, un grupo de jueces (en el Supremo, muchos) y once millones de ciudadanos que no capitularán su patriotismo y que están dispuestos a desgañitarse en la calle

Ya está lista la estocada final al Estado de derecho, a falta de que Puigdemont decida cuándo nos remata. La muerte de nuestros derechos como ciudadanos se perpetró ayer cuando los enterradores Bolaños e Illa echaron las penúltimas paladas sobre nuestros derechos firmando el traspaso de las Cercanías catalanas y la condonación del 20 por ciento de la deuda, unos 15.000 millones de euros, para contentar a los de ERC, celosos de que el cobarde que se escapó mientras ellos iban a la trena se lleve todos los méritos del descuartizamiento del Estado.

Todo ocurría el día de los santos difuntos, el día en que los españoles nos encaminamos a perder la tutela judicial según la cual todos somos iguales ante la ley y nadie por razón de procedencia, nacimiento o situación social o económica está por encima de nadie. El día en que se ha consagrado un principio que destruye la igualdad entre españoles: solo siendo catalanes podremos elegir a delincuentes como gobernantes, solo siendo catalanes seremos premiados si nos saltamos la ley, solo siendo catalanes nos perdonarán la hipoteca de nuestros excesos identitarios, solo siendo catalanes nos permitirán desvertebrar la red ferroviaria de nuestro país, solo siendo catalanes pondremos al Estado hincado de hinojos. Luego vendrán los vascos para recoger las nueces.

Desde ahora malversadores, golpistas y prófugos de la justicia, si provienen de la arcadia catalana, tendrán un certificado de penales limpio como la patena, sin mácula alguna, como Pedro Sánchez su despensa de escrúpulos. Todo para que nadie recuerde ya, merced a la ley de amnistía, que gastaron dinero de todos en su patraña separatista, que declararon la independencia de una parte del territorio español o que se marcharon escondidos en un coche para evitar que la justicia los impugnara. Adalides de la libertad apellidados Puigdemont, Comín, Junqueras o Forcadell podrán pasearse felices por las calles de Cataluña sabedores de que han conseguido sin mover el flequillo en Waterloo, lo que un puñado de asesinos no lograron poniendo bombas, disparando en la nuca de inocentes, echando de su tierra a miles de vascos y extorsionando a otros tantos: someter al Estado español. Únicamente han debido tener paciencia para esperar a que llegara a la presidencia del Gobierno de la España que odian un sujeto con el tragadero de la inmoralidad más grande que el de los tiburones de La Habana, el más débil presidente de la democracia (jamás ha superado los 123 escaños de 2019) y con la ambición más descomunal y tóxica de Europa.

Ese grupúsculo de catalanes de rancia estirpe, a los que nada menos que el Tribunal Supremo de la cuarta economía europea mandó a la cárcel por sus gravísimos delitos, ostentarán una suerte de certificado de heroicidad por haber sido represaliados por un régimen dictatorial español, cuyo Código Penal de 1995 era la traslación misma de los principios del fascismo. Eso han defendido siempre y eso se les ha reconocido. Cuando un magistrado cualquiera o un funcionario de tráfico les quiera empurar por cualquier infracción, siempre podrán argüir que si fueron exonerados por lo más grande por qué les van a pedir cuentas por un juicio de faltas o un delito contra la seguridad vial. «Usted no sabe con quién está hablando. Yo estoy apadrinado por Pedro Sánchez», se ufanarán.

A los santos difuntos españoles que no hemos nacido en Santa Coloma o Badalona, y sí en Totana, Arnedo, el barrio del Príncipe, Porriño o Lluchmajor, solo nos queda aflojar el bolsillo cuando Sánchez nos suba los impuestos para condonar la deuda de los malversadores y prepararnos para que la siguiente cesión sea convocar una consulta de autodeterminación. De nada servirá que jueces, fiscales, letrados, constitucionalistas y hasta socialistas decentes hayan puesto el grito en el cielo. La convivencia en Cataluña bien vale matar los derechos de todos, incluidos los de más de cuatro millones de catalanes que no tragan con esta inmoralidad y se sienten orgullosos de ser españoles. El incumplimiento de la ley de impunidad tiene tantas virtudes que habrá que hacer de ello la necesidad de saltarse todos los informes preceptivos como los del consejo fiscal, del CGPJ y del Consejo de Estado presentándola como proposición de ley. Los trucos de trilero los conocen a la perfección en Moncloa.

Inmune a la coherencia, a la ética, y con un entendimiento de la política banal y oportunista, Pedro Sánchez ya acaricia el pasaporte para pasar otros cuatro años en La Moncloa, y no serán los últimos, ya lo verán. La tormenta perfecta: su indecencia política e intelectual, que le desvincula emocionalmente de cualquier compromiso con la verdad y la defensa de su país, coincide con el incomprensible desentendimiento ciudadano ante la falta de palabra de sus dirigentes. Solo queda la Corona, un par de partidos, cuatro medios de comunicación, un grupo de jueces (en el Supremo, muchos) y once millones de ciudadanos que no capitularán su patriotismo y que están dispuestos a desgañitarse en la calle, aunque se los lleve por delante la ciclogénesis. No es mucho frente a todo el aparato de poder sanchista y su colonización de las instituciones, pero todavía es algo.

Cuando escuchemos el clamor de las campanas de Hemingway, no habrá que preguntarse por quién doblan, sabremos todos que es por nosotros, por los santos difuntos españoles.