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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El siempre estupendo Carrascal

Tenía 92 años y seguía escribiendo con estilo diáfano, aplastante sentido común y el poso de haber visto un mundo en cambio. Ya estará en el cielo dándole a la tecla

José María Carrascal ha cumplido el sueño casi imposible de todo articulista: escribir con plena lucidez en una gran cabecera, en su caso la de la familia Luca de Tena, hasta la mismísima caída del telón que nos iguala. Publicó el martes su último artículo en ABC, una interesante reflexión sobre dos reinas españolas, y tres días después apagó para siempre el ordenador, con 92 años.

Ha sido un excelente periodista, con experiencias hoy irrepetibles, porque los gabinetes de prensa y los equipos de seguridad blindan ahora a las personalidades y las alejan de la prensa. En su larga etapa en Estados Unidos, Carrascal había charlado hasta con Reagan y Kissinger, el político cuya inteligencia más admiraba y con el que compartía una lúcida longevidad (Henry K. ya ha soplado las cien velas).

Imagino que José María albergaba serias dudas sobre qué pasa después de la visita de la parca. Una vez lo sondeé sobre las trascendentales últimas preguntas. Es decir, sobre su idea de Dios. Aunque era muy castellano, me respondió a la gallega, táctica tal vez aprendida en sus añorados años mozos en Lugo: «Uy, eso…», se limitó a decir escaqueándose. Pero como hombre bueno que ha sido, más sano que una manzana, a estas horas estará aporreando el ordenador en el cielo –o mejor, la Olivetti–, componiendo la crónica precisa de los que suben y bajan, porque poseía el motor principal de todo buen periodista: la curiosidad intelectual.

Carrascal aparecía de cuando en vez por la redacción del periódico, con su afable sonrisa dentuda y sus polos de cuello de cisne. Vistiendo era setentero, un poco al estilo de los judíos de Brooklyn. La facción de la modernez mundana que había aterrizado allí le escapaba en sus visitas, pues contaba sus batallitas sin prisa alguna, cuando los periodistas siempre respiramos urgencia. José María era además beethoveniano de oído –vaya, que estaba como una tapia– y había que pegarle unas buenas voces para hilar una conversación.

Pero a algunos nos gustaba escucharle. En especial me encantaban sus historias berlinesas, pues había llegado a la capital alemana en abril de 1957, cuando todavía no se había levantado el Muro. Sus recuerdos semejaban una fascinante novela de Graham Greene. Te contaba sus andanzas con un amigo ruso del otro lado, tal vez un poco espía (o un mucho). Rememoraba la vida cultural de los teatros de Brecht y de los clubes, el contrabando, las chicas de los dos lados, o el día en que se sentó en una terraza y allí estaba la inescrutable Marlene Dietrich. «José María, ¡tienes que hacer un libro con todo esto!». Te miraba entonces con una fugaz perplejidad, meneaba un poco la cabeza, pronunciaba un educado «¿tú crees?», y continuaba desenrollando el carrete inagotable de sus grandes relatos.

Imagino que en su fuero interno Carrascal estaba legítimamente orgulloso de su vida y carrera (había sido capitán de la mercante, había ganado el Nadal como novelista, había triunfado en la tele como improbable presentador de informativos, incluso pudo comprarse un apartamento en Nuevas York, cuya venta poco antes de morir, al verse ya incapaz de viajar, le hirió el corazón).

Pero a diferencia del engreimiento distintivo de nuestro oficio, él cultivaba con esmero la humildad, que es la auténtica elegancia. Un día lo llamé para hacerle una entrevista. «¿A mí? ¿Por qué?», inquirió su voz atiplada al otro lado del teléfono. «Hombre, pues porque eres una gloria del periodismo», le dije. «¿Gloria? Hmm… estoy buscando otro término mejor: ¿Qué te parece momia?». Y se tronchaba con su propio chiste.

La prensa no te hace famoso. La tele, sí. Así le ocurrió. Los humoristas lo imitaban, incluidas sus célebres corbatas estridentes. En su informativo, el liberal Carrascal, recién llegado de Nueva York, abrió una cuña de clarividente crítica al felipismo, cuando el país todavía estaba hipnotizado por él. Sin embargo, la tele no le gustaba. «Fue un experimento interesante, pero no es lo mío».

Carrascal era un liberal de centro-derecha, muy consciente de que la historia es la mejor guía para entender el presente, por eso nunca la olvidaba. Escribiendo se atenía a la máxima de que la claridad es la cortesía de la inteligencia. Hombre del siglo XX, creía en el avance de la humanidad, «porque lo he vivido». Hubo un tiempo en el periódico en que a algún oficinista con mando no le gustaba por viejo. Había que relanzar la nómina de opinólogos incorporando a columnistas «jóvenes», supuestamente «modernos» (y en realidad diletantes). Bieito Rubido dio con éxito la batalla para preservar la firma de Carrascal y de otros grandes articulistas que habían cometido el imperdonable pecado de cumplir años (y que paradójicamente eran más leídos por el público que los presuntos modernos).

La vida de Carrascal retrata la verdadera memoria de España. Sus padres eran maestros, ella de izquierdas y él de derechas. El padre se vio enrolado a la fuerza en el Ejército de la República, y aunque se cambió de bando, los vencedores lo encarcelaron al acabar la contienda. La madre se había refugiado en un pueblecito ignoto de León, Folledo de Gordón, a 1.310 metros de altura. De allí pasaron a Lugo, donde apareció un día su padre cuando ya no contaban mucho con él, «vestido con un viejo chaquetón». Como tantos veteranos del frente, se negaba a hablar de una guerra cuyas heridas hoy se quieren reabrir para echarles sal ideológica.

Lugo constituía para Carrascal su paraíso perdido. Toda la vida continuó almorzando una vez al año con sus compañeros de promoción del Bachillerato. De Galicia saltaron a Barcelona, como tantos españoles de entonces, en busca de una vida mejor. «Cataluña era un ejemplo para España. Y después, ya ves…», se lamentaba el viejo Carrascal. Por una ensoñación romántica, de esas que pueden asaltar a un lector de Conrad, estudió allí Náutica y se hizo piloto de la mercante en el vapor «Vizcaya». Enseguida se percató de que aquello no era lo que había fabulado. El mar exige hombres de hierro. «Un día casi me aplasta la puerta de la cocina, doblada por una ola. Me dije: ‘¿Qué coño hago yo aquí?’. Pero sobre todo me di cuenta de que no tenía dotes de mando». Próxima parada: Berlín, a donde llegó como profesor de español para salir convertido en periodista.

Carrascal, un joven español huesudo y de pelo negro, se casó con una rubia alemana, Ellen, una elegante y guapa azafata de aviación. Su larguísimo matrimonio desprendía esa entrañable ternura que une a muchas parejas sin hijos. Cuando en 2021 estuve en su piso de una torre del norte de Madrid, atiborrado de libros y recuerdos, Carrascal estaba totalmente consagrado a atender a su mujer, lesionada en una pierna. Era su cuidador y enfermero a tiempo completo y lo hacía como todo lo demás, con responsabilidad, sin fallar nunca. Me atrevo a decir que su sentido del deber para con ella fue la obra más bonita de su vida.

Para Carrascal, la felicidad era un estado de ánimo: «Para ser feliz la clave es sentir que podrás cumplir tus expectativas». ¿El secreto de la longevidad? Sencillísimo: «Jamás ceno». Gozó de una vida plena y estaba muy agradecido: «He tenido mucha suerte. He tenido más suerte que entendimiento», mascullaba, envolviéndose de nuevo en la capa de la modestia. No era cierto. Todo se lo ganó a pulso, trabajando como un descosido y siempre leal a la honestidad intelectual, con una sensatez a bocajarro en sus textos.

Disfruta por allá arriba, querido José María, y descansa un poco, que ya no hay que entregar el artículo.