De una vez por todas
El reto demográfico hay que encararlo como el problema nacional que es. Difícilmente podrá hacerse cuando todavía estamos discutiendo qué es la nación y si merece sobrevivir o inmolarse
Un amigo al que admiro profundamente me confiesa que se resiste a entrar en el debate de la amnistía, la condonación de la deuda y los tres cuartos y mitad de referéndum. No le parece el verdadero drama de nuestra nación. Mientras todos nos agitamos con esta cuestión, nadie habla –se duele– de lo que terminará extinguiéndonos como país: la galopante crisis demográfica.
Me temo que nos enfrentamos aquí, a nivel nacional, a ese dilema tan corriente en nuestras vidas entre lo importante y lo urgente. Si recuerdan ese cuadro que tanto nos explican en los cursos de gestión del tiempo, no hay que dedicar ni un minuto a lo que no es urgente ni importante, salvo que nos sirva para descansar. En principio, yo sitúo el embate constitucional en el cuadrante de lo importante y urgente, pero le reconozco a mi amigo que la importancia de la crisis demográfica es más letal precisamente porque nadie la combate y apenas se dan voces de alarma.
Admitiendo, pues, que hay dos niveles distintos de importancia, creo que solucionar la crisis constitucional urge y que toda ayuda opinativa, organizativa o jurídica es poca. Porque, además, el reto demográfico hay que encararlo como el problema nacional que es. Difícilmente podrá hacerse cuando todavía estamos discutiendo qué es la nación y si merece sobrevivir o inmolarse. Si está destinada a inmolarse, el hundimiento demográfico es un método de suicidio tan letal como cualquier otro.
Mejor aprovechar todos esos problemas latentes para tomar conciencia de cuánto nos urge cerrar de una vez la herida secesionista que lleva dos siglos desangrando las mejores energías del país. Se necesitan para otros retos. Mucho más graves, como la demografía, o más superficiales, pero que empiezan a dar señales de alarma como un cáncer de piel. Pienso en la calidad de nuestros servicios públicos, manifiestamente deteriorados en los últimos años, como los trenes; en los niveles de educación; en la atención sanitaria; en nuestras desatendidas fuerzas y cuerpos de Seguridad; en la deuda pública… Ahora parece que discutimos por el sillón de Pedro Sánchez en la Moncloa y por su precio inasumible, pero sea por esto o por lo otro, mientras nos preocupamos por el ser de España, dejamos de hacer España. Se nos van por el desaguadero fuerzas, ideas, recursos, proyectos e ilusiones.
En mi primer año de carrera hablaba mucho por teléfono con mis padres y les contaba mi planificación de estudio. Como no cumplía los planes, tenía que hacerlos nuevos, que también les contaba y así. A los dos meses recibí una caricatura que había pintado mi madre en la que se me veía muy ocupado haciendo calendarios de colores y con los libros de texto cogiendo polvo en una esquina. Decía: «Deja de estudiar cómo estudiar y estudia, ¡e-s-t-u-d-i-a!».
La crisis nacional a la que nos ha abocado Sánchez con su afán por amarrarse a La Moncloa es gravísima y la tenemos encima. Pero también es verdad que tiene un aire rancio a crisis del siglo XIX, con sus nacionalistas y los egoísmos de unas élites locales extorsionando los intereses generales. Hay que enfrentarla, pero con una voluntad que mire mucho más allá de superar esta «bola de partido». Tenemos problemas gravísimos como Estado de Derecho, como economía, como sociedad, como cultura, como civilización incluso, que la nación tiene que solucionar ya, con la mayor unidad. Mi amigo tiene razón en que estos espasmos distraen. No nos conformemos con aliviarlos con calmantes. Les toca ser los últimos. Y no, precisamente, para descansar. Nos espera el futuro desde hace demasiado tiempo.