Antonio dimite, Pedro vende a su país
Un caso como el que ha derribado al primer ministro luso en la España sanchista solo provocaría una campaña de la izquierda contra la justicia y la derecha
Portugal, con poco más de diez millones de habitantes, es un país encantador en muchos aspectos, donde impera todavía una cortesía de respeto antiguo. Pero dista de tener el nivel de España, como revela el simple Test del cortado: si pides el café en un bar de Tui te sale más caro que si cruza el Miño y te lo tomas en Valença. No solo la economía es más débil, también los servicios públicos, con una sanidad peor. Por todo ello, reconozco que como gallego siempre he tendido a ver a nuestros vecinos con simpatía, pero con una cierta condescendencia, nacida del hecho de formar parte de un país más avanzado, España.
Sin embargo, la crisis política que vive España es tan aguda que empiezo a pensar que en este campo los portugueses lo están haciendo bastante mejor que nosotros. Se percibe a la perfección con la dimisión por una acusación de corrupción de su primer ministro, el socialista Antonio Costa, un abogado de 62 años y perfil moderado. El año pasado había obtenido una formidable mayoría absoluta, pero se marcha «porque mi obligación es preservar la dignidad de las instituciones democráticas». Es decir, igualito que su colega que pernocta en el Palacio de la Moncloa…
La Fiscalía lusa acusa a Costa de «corrupción, prevaricación y tráfico de influencias» en lo relativo a dos valiosas minas de litio, situadas muy cerca de la raya con Galicia, y una planta de hidrógeno verde al sur de Lisboa. La policía ha arrestado en relación al caso al jefe de gabinete del primer ministro y a un empresario amigo suyo. Costa defiende su inocencia («tengo la conciencia muy tranquila»), pero reconoce que «la dignidad del cargo es incompatible con la apertura de la investigación». Y añade una frase clave en una democracia: «Yo no estoy por encima de la ley. Si hay alguna sospecha debe ser investigada».
Vamos a trasladar ahora lo que ha sucedido en Portugal a España. En primer lugar, la Fiscalía no habría investigado jamás al jefe del Ejecutivo. Sánchez lo dejó bien claro en su día con aquella legendaria frase que tritura la separación de poderes que debe oxigenar toda democracia: «¿La Fiscalía de quién depende? Pues ya está». En España el fiscal general es un fámulo del sanchismo capaz de las más extremas sumisiones, como se acaba de ver con la corrección partidista del informe del fiscal de turno que en verano había osado a calificar como acto terrorista las algaradas del Tsunami Democrático de Puigdemont y ERC.
Si en España se diese la hipotética circunstancia de que la Fiscalía y los jueces apuntasen a un caso de corrupción de Sánchez, en lugar de dimitir, como ha hecho su colega Costa, lo que haría Mi Persona es movilizar a su batallón mediático y político para calificar a los magistrados y fiscales de esbirros de la derecha (así le ha ocurrido esta semana al honesto y experimentado juez García-Castellón). También se tomarían medidas rápidas para acogotar la independencia de los tribunales. Por supuesto se tildaría a la oposición de «ultraderecha», o «ultraderecha golpista», y de «caverna» a los medios que contasen el caso. Una corte de tertulianos saldrían además en tromba defender a Sánchez, fuese cual fuese la burrada cometida.
En Portugal –y en cualquier democracia normal–, Sánchez habría dimitido el mismo día en que el Tribunal Constitucional lo condenó por un estado de alarma abusivo. Y antes, por plagiar su tesis doctoral. Y por el medio, por mentir abiertamente con cifras y datos durante una situación tan grave y trágica como la de la pandemia. También sería causa suficiente para una dimisión su manipulación del CIS público al servicio de sus siglas, encargando a un miembro de su partido encuestas trucadas para influir en el voto (un hecho probado, pues sistemáticamente Tezanos ha dado de más al PSOE y de menos a sus oponentes).
En mi juventud, los simpáticos punkis vigueses Siniestro Total editaron un disco titulado Menos mal que nos queda Portugal. Premonitorio. Hoy, el siniestro total acontece en nuestra política e instituciones, obra de un personaje amoral, que no encaja en los parámetros de lo que considerábamos normal y que ha volteado el tablero de juego. Ya ha cerrado su acuerdo con Puigdemont, a cualquier precio, y el Gobierno que viene, con esa mayoría antiespañola, traerá menos libertad, menos España y más tortura fiscal e inseguridad jurídica. El acuerdo es una rendición absoluta y ya habla incluso de referéndum dentro de la Constitución (ya se encargará el leal Cándido de visar como constitucional lo que no lo es).
Si no disfrutase de una efigie de acero inoxidable, a estas horas Pedro estaría colorado viendo la lección de honorabilidad elemental que le ha dado su colega Antonio. Qué pena que Portugal tenga que darnos lecciones de democracia.