Antes del jaque mate
Lo que vendrá ahora, con el delincuente Puigdemont sustentando al Gobierno, no será una batalla: será una guerra. Contra los jueces
Hacia el año 1676, y en el inicio de su Tratado Político, Baruch de Spinoza enunciaba la regla de oro del analista político: «no burlarse de las acciones humanas, ni lamentarlas, ni maldecirlas, únicamente comprenderlas». Claro está que no es fácil atenerse a esa norma de estoicismo extremo, cuando uno se está jugando la vida propia en tiempo presente. Pero eludirla es condenarse a lo peor.
Y claro que a todos nos embarga la ira ante la avalancha de infamias con la que un político carente de escrúpulos conduce a la nación a su mayor vergüenza y a su más hondo desastre. Pero esa variedad del onanismo que es la ira, debe quedarse en el opaco blindaje de lo privado. La acción política no pasa a través de arrebatos afectivos. Si alguien quiere sobrevivir a su enemigo –y esta vez no estamos hablando de adversario, sino de enemigo–, debe antes hacer un frío balance de las fuerzas que se hallan desplegadas sobre el frente de combate. Y calcular, como sobre un algebraico tablero de ajedrez, cuáles son las jugadas que puedan –o no– bloquear el avance de las piezas que ahora juegan en posición de ventaja.
Cuando decimos que un Estado garantista reposa sobre la división e independencia de poderes contrapuestos, no estamos enunciando un principio estético, más o menos academicista. Estamos describiendo la táctica de defensa con la que las sociedades modernas dotan a sus ciudadanos, frente a una máquina de Estado siempre tentada por la dictadura. Frente a cada uno de los tres poderes –ejecutivo, legislativo y judicial–, el ciudadano puede siempre recurrir a cualquiera de los dos otros: por separado o bien concitados. La teoría es óptima. Pero no tan fácil de poner en juego. Veamos cómo ha pasado de lo académico a lo empírico.
De los tres poderes, teóricamente separados, buena parte de las sociedades «democráticas» ha dejado en pie sólo dos. Con la brillante excepción de los presidencialismos vigentes en los Estados Unidos y en Francia, el sistema hegemónico en el mundo «libre» es el de las democracias parlamentarias, en las que el Jefe del ejecutivo es elegido, no por los ciudadanos, sino por diputados, cuya inclusión en las listas electorales ha sido previamente decidida por su partido, esto es por el dirigente máximo de su partido. El Parlamento queda así al servicio del jefe del Ejecutivo, y, de hecho, no es más que una prolongación de sus decisiones. Los dos primeros poderes («ejecutivo» y «legislativo») han quedado así condensados en uno solo.
Queda el tercero, el judicial, del cual decía su primer teorizador, Montesquieu, que es un «casi no-poder», puesto que sus sentencias requieren, para ser aplicadas, la fuerza material que sólo el ejecutivo puede poner a su servicio. Pero en ese «casi» está la última línea defensiva frente a un gobierno cuyo anhelo máximo es siempre el de ejercer un despotismo, a ser posible incruento, mejor aún, benévolo: ese tipo de dictadura que adoran los siervos voluntarios que componen la masa mayoritaria de una nación moderna.
Sánchez ha apostado por ese tipo de dictadura institucional. Tras preparar cuidadosamente la definitiva aniquilación del último poder autónomo: el judicial. Lo ha conseguido ya en un porcentaje muy alto. ¿La Fiscalía? «¿Y quién manda en la Fiscalía? Pues eso». El «Tribunal Constitucional», que no es poder judicial, pero que puede interferirlo poderosamente, es hoy una oficina más del gobierno: pues eso. Queda una última «aldea gala», a la que el partido sanchista bombardea desde su llegada: el Consejo General del Poder Judicial. Tomado éste, Sánchez podría poner en el Tribunal Supremo a los empleados suyos que bien se le antojara. De momento, se ha estrellado contra los magistrados de esa instancia. Pero lo que vendrá ahora, con el delincuente Puigdemont sustentando al gobierno, no será una batalla: será una guerra. Contra los jueces.
Difícilmente puede la ciudadanía creerse al abrigo de esa guerra del gobierno contra los jueces. Porque de su desenlace depende el fin de los últimos resquicios de esto que, pese a todo, nos empeñamos en seguir llamando democracia. Lo que pueda venir luego, no tiene nombre.