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Álvaro García OrtizEdición: Paula Andrade

El perfil

Álvaro García Ortiz, a los pies de Puigdemont

Cuando Lola Delgado presentó su dimisión en verano del año pasado, automáticamente García Ortiz ocupó su puesto como fiscal en funciones y luego fue ratificado por Moncloa

Cuando Dolores Delgado llegó a la Fiscalía General del Estado, directamente teletransportada por Pedro Sánchez de su sillón de ministra de Justicia, se pertrechó un leal apagafuegos que jamás le falló: Álvaro García Ortiz (Lumbrales, Salamanca, 1967). Por eso, Delgado no tardó en ascender a su amigo Álvaro a la primera categoría de la carrera como fiscal-jefe de la Secretaría Técnica, el gabinete encargado de evaluar las diligencias de investigación penal de todas las fiscalías. Desde allí, el camino natural del lumbralés era ocupar el Ministerio Público: en 2022 se cumplió el designio.

Su último y trascendental servicio se ha producido en medio del escandaloso acuerdo del PSOE con los separatistas de Junts, una vez que Sánchez comprobó tras el 23 de julio que su única posibilidad para volver a gobernar pasaba por despejar de escollos el camino penal del forajido Carles Puigdemont. El leal García Ortiz hizo cambiar de criterio al fiscal-jefe de la Audiencia Nacional que antes de las elecciones había dado por bueno un informe del Ministerio Público que calificaba como terrorismo la actuación del brazo armado separatista Tsunami, que sembró de violencia las calles de Cataluña durante el procés, para terminar considerándolo un error y desactivando la acusación tres días después de la jornada electoral. La razón está en Waterloo: una de las exigencias que ha puesto Puigdemont sobre la mesa es que Sánchez conceda la amnistía a los miembros de Tsunami y de los CDR, sumario en el que el mismo Puchi y la otra fugada Marta Rovira están siendo investigados por terrorismo por el juez García Castellón. Pero ahora el Ministerio Público ha descartado ese delito. Misión cumplida.

Curiosamente ese fiscal jefe de la Audiencia -Jesús Alonso- de criterio tan volátil, es el mismo que en 2017 recibió otra instrucción de García Ortiz, cuando llevaba el gabinete de Delgado, para que, de forma precipitada, diera por prescrita la causa donde se investigaba a miembros de ETA por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Fue una de las primeras contribuciones al sanchismo que estaba por llegar y que le allanaba a García Ortiz el camino para alcanzar la cúspide fiscal, primero como número dos de su jefa y amiga, y después como su sucesor: «¿La fiscalía de quién depende? Pues eso», como contestó el presidente en funciones en 2019 a mi compañero Íñigo Alfonso cuando le interrogó por cómo iba a traer al fugado a España. Paradójicamente, hoy la Fiscalía ha servido para todo lo contrario. Marca de la casa.

Licenciado en Derecho por la Universidad de Valladolid, estuvo destinado en Menorca y, ya a comienzos de este milenio, en Santiago de Compostela, donde el salmantino se labró una fama de profesional afable, riguroso y buen caricaturista, como recuerdan con humor sus compañeros. Fue delegado de Medio Ambiente e incendios forestales en Galicia, Comunidad donde asumió el sumario del Prestige, en el que quiso empurar a todo el PP. Después, protagonizó otra controvertida intervención en el caso Stampa, nombre del fiscal anticorrupción que no fue renovado en su puesto y no pudo continuar al frente de la investigación del escándalo Villarejo, el viejo amigo de Lola Delgado. Ese movimiento le granjeó el odio eterno de Pablo Iglesias.

En su etapa gallega, protagonizó sonoros pulsos con el entonces presidente de la Xunta, Alberto Núñez-Feijóo, a cuenta de las tramas de incendiarios, que el actual jefe de la fiscalía siempre negó. Además, no ha escondido sus simpatías políticas, puesto que participó sin ningún tipo de sonrojo en actos del PSOE en la precampaña gallega de 2020. Esa adscripción partidista a buen seguro le sumó muchos enteros para, al correr el tiempo, ser ascendido en Madrid, al igual que la medalla que se colgó batallando duramente contra su compañero de profesión Alberto Ruiz-Gallardón, cuando como ministro de Justicia del PP intentó reformar la carrera fiscal.

Así que cuando Lola Delgado presentó su dimisión en verano del año pasado, automáticamente García Ortiz ocupó su puesto como fiscal en funciones y luego fue ratificado por Moncloa, tras superar el examen de buen sanchista. Y no ha dejado de cumplir con nota lo que se esperaba de él. De hecho, su ascenso empezó a fraguarse cuando ocupó la portavocía de la Unión Progresista de Fiscales (UPF), una auténtica cantera para ostentar cargos de responsabilidad desde que el PSOE tomó el poder. Curiosamente esa asociación progresista se ha opuesto ahora al ignominioso acuerdo con Puigdemont, que supone la eliminación de la separación de poderes en España. Una de cal y otra de arena: mientras el notable militante de la UPF trabaja por el acuerdo y guarda silencio ante la aberración, sus compañeros lo denuestan.

Casado con una fiscal especializada en violencia de género y padre de dos hijos, tiene en el Consejo Fiscal el único dique contra sus decisiones, muchas marcadas por la nueva religión del cambio climático, el feminismo podemita y la justicia universal. De ese Consejo Fiscal surgió una rotunda oposición a la propuesta de que su antecesora, Lola Delgado, fuera nombrada fiscal de Sala de Derechos Humanos y Memoria Democrática, una plaza de nueva creación –tan próxima a los negocios de su pareja Baltasar Garzón– que le correspondía cubrir de forma discrecional.

Lo que nadie niega a Álvaro García es su condición de agradecido compañero a los que le han nombrado –Pedro y Lola, Lola y Pedro– para convertir la utopía de Felipe González en un sofisma irresoluto.