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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Lo que les espera

A partir de ahora, cualquier colaborador en la traición a España que sea reconocido en un establecimiento público, sabe que puede ser objeto de murmuraciones, cuchicheos, gestos de desagrado y abucheos clamorosos

En un restaurante de Badajoz los abucheos de los clientes espantaron a Fernández Vara. Hasta Lucía Méndez, en El Mundo, dedica su artículo dominical a la preocupación de los socialistas por perder el respeto de la calle. En La Sexta le dedicaron más tiempo y más sentidas lágrimas al empujón que sufrió un socialista en Sanlúcar de Barrameda mientras le llamaban «traidor» que al crimen fallido de Alejo Vidal-Quadras, del que se ocupará la Audiencia Nacional de acuerdo a las investigaciones policiales que no dudan en calificarlo como un delito inmerso en el terrorismo. Para informar en una tranquila, paseada y pacífica calle de Madrid en la que se reunió una nutrida manifestación de «ultraderechistas», la reportera de La Sexta grabó su intervención con un casco en la cabeza. Ahí está el problema. Vayan donde vayan, los socialistas reconocibles, los diputados que van a votar a favor de la ley de amnistía de los delincuentes catalanes y vascos, los que van a reconocer la nacionalidad exclusiva de Cataluña y las provincias vascongadas –con Chivite en Navarra dispuesta a entregar el Viejo Reino a la colonización vecina–, pueden experimentar en los establecimientos públicos la desagradable sensación de ser rechazados por quienes los reconozcan.

Un dato a reseñar. En las multitudinarias manifestaciones de protesta contra la amnistía y la desmembración de España de la «ultraderecha» con peligrosísimos «ultraderechistas» de todas las edades, niños incluidos, no se registraron destrozos en el mobiliario urbano, ni se incendiaron contenedores, ni se rompieron escaparates, ni se produjeron acciones contra la propiedad en establecimientos comerciales, ni fueron pateados los agentes del orden, ni se lanzaron contra ellos objetos contundentes, como es habitual en las pacíficas manifestaciones callejeras de los «democráticos podemitas». Pero las órdenes de Marlasca y sus sicarios a los agentes del orden de todos los españoles no tenían dobles interpretaciones. Había que actuar con fuerza desmedida para desalojar de la calle de Ferraz a quienes sólo gritaban y proclamaban su indignación por saberse, en el futuro inmediato, gobernados por golpistas, terroristas y enemigos de España. Y están preocupados los socialistas por desaires menores. Un abucheo en un restaurante no es motivo para huir con el rabo entre las piernas. Se soporta el abucheo, se consulta con la carta o el menú del día, se elige el vino, y se come. Pero abandonar un restaurante por evitar el desagradable sonido de las imprecaciones populares, es cobardía equivalente a dar un golpe de Estado y huir en el maletero de un coche con los calzoncillos manchados como un cuadro de Tapies, ese gran farsante del arte que tanto emociona a la burguesía barcelonesa.

A partir de ahora, cualquier colaborador en la traición a España que sea reconocido en un establecimiento público, sabe que puede ser objeto de murmuraciones, cuchicheos, gestos de desagrado y abucheos clamorosos. Poca pena, escaso castigo por su mansa aceptación –el pesebre asegurado– y apoyo a la destrucción de la nación, del Estado más antiguo de Europa, que ya funcionaba como Estado tres siglos antes de que nacieran Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los Reyes de la reunificación de España, Señores de Vizcaya y Condes de Barcelona, y sí, aunque moleste, los que devolvieron a sus tierras de origen a los descendientes de quienes vencieron en el año 711 a los ejércitos del bondadoso Rey visigodo Don Rodrigo, que no los recibió con una pancarta con el mensaje «Welcome Refugees» porque no sabía inglés.

Los abucheos no matan y, de herir, sólo causan rasguños en el orgullo y el amor propio. No es agradable, pero tendrán que acostumbrarse. Más daño hace una bala que perfore de lado a lado el rostro de un político honesto y valiente. Si yo fuera el propietario de un restaurante de éxito, dividiría el espacio para los clientes en dos sectores. El más grande con un cartel en el que se leyera: «Para comensales decentes y normales». Y el más reducido, inmediato a los cuartos de baño, con otra advertencia colgada de un clavo en la pared: «Para partidarios de la Amnistía y la destrucción de España». Y ahí, sin temor a los abucheos, podría comer tranquilamente el señor Fernández Vara.