Viva el Tribunal Supremo
Un puñado de magistrados buenos se ha convertido en la mejor defensa de la democracia, y hay que ayudarles y animarlos
La heroica resistencia del Tribunal Supremo es, tal vez, la mayor esperanza democrática definitivamente devaluada por un presidente capcioso que, a falta de una propuesta política digna de una sociedad civilizada vapuleada por distintas crisis, ha optado por el peligroso juego de cimentar todos sus discursos en la identidad.
Sánchez no tiene ni un plan ni una medida, más allá de engordar la deuda pública con excusas sociales y atracos fiscales de escaso recorrido, que no sea anteponer la pertenencia a una tribu y la confrontación con la otra, buscando que el ciudadano se transforme en un hincha sin otro afán en la vida que derrotar al equipo contrario y golpear a la afición rival.
En esa dialéctica frentista encuentra el ruido para tapar sus abusos, que incluyen negociar a escondidas el futuro de España en el extranjero, con un prófugo, mientras se convierte a cuatro militares jubilados con tendencia a hiperventilar o a otros cuatro exaltados de la primera fila de Ferraz en la excusa para calificar de ultraderechistas y golpistas a los millones de españoles espeluznados con la reencarnación chavista que ya tienen por presidente.
Sobre esto, un ruego humilde: dejen todos ellos de dar lecciones de resistencia, en realidad son una coartada espléndida de la burda propaganda sanchista para descalificar la formidable, cívica e imparable respuesta social que sus abusos está teniendo.
Entre ellas la del Supremo, cuyos jueces merecen un reconocimiento público similar al de los sanitarios en la pandemia. Son ellos, con algunos fiscales y otros pocos magistrados del Poder Judicial, quienes encarnan la decencia democrática perdida por Sánchez y asumen la defensa de un Estado de derecho atacado por el PSOE como los orcos de Mordor a Gondor en la novela de Tolkien.
Llarena y compañía, que ya ejercieron de custodios de la democracia durante el procés, pelean ahora contra los secuaces situados por Sánchez en la propia Justicia y sus aledaños, lo cual da más mérito a su actitud.
En frente tienen a un fiscal general del Estado, a un presidente del Tribunal Constitucional y a un letrado mayor de las Cortes que, malversando su toga para llenarla de barro sanchista, han sido escogidos y ascendidos para legalizar los atracos en marcha y poder decir, cuando se culminen, que cumplen escrupulosamente con las reglas del juego.
Como Sánchez no puede cambiar legalmente la Constitución ni derrotar a todos los servidores del Estado, ha optado por modificarla a bocados, vía hechos consumados y con interpretaciones capciosas decididas por un sicario y blanqueadas por una mayoría parlamentaria insuficiente a tal efecto, pero sobrada si se trata de hacer una cacicada.
Del Supremo deberíamos hacernos camisetas y ponerlas de moda, con los rostros de esos pocos hombres buenos cuya efigie debe figurar algún día en el monte Rushmore de nuestra democracia como los Lincoln, Washington, Roosevelt y Jefferson en América, iconos de un sistema de libertades más amenazado ahora en España que en tiempos de Tejero.
El Supremo no está judicializando la política, sino deschavizando a duras penas la deriva autoritaria de un presidente irrecuperable, convertido en el cabecilla ultra de unos hooligans desesperados. Lo mínimo que podemos hacer es estar a su altura, animarlos a que aguanten y darles calor humano en cuantas manifestaciones pacíficas, huelgas civilizadas y manifiestos masivos caigan en nuestras manos. Las de esos ciudadanos que, antes de ser de izquierdas o de derechas, somos españoles, demócratas y buena gente.