1.134 inmigrantes en la puerta de casa
El Gobierno instala campamentos masificados en las ciudades, sin preocuparse más por el futuro de los inquilinos y la convivencia con sus vecinos
A escasos 30 metros de mi casa, junto a un parque infantil, una escuela universitaria y una zona deportiva, el Gobierno de España ha instalado un campamento para recibir a 1.134 inmigrantes procedentes de Canarias.
El centro está en el interior de la Brigada Paracaidista y se ha levantado, a toda prisa, con un sistema de catorce carpas con capacidad para noventa personas, que podrán dormir y comer en las instalaciones, sin ninguna otra actividad clara ni, por supuesto, limitación alguna de movilidad. Podrán entrar y salir a su libre albedrío, con una única norma aparente: si no vuelven a su humilde fonda antes de las diez de la noche, aproximadamente, se encontrarán cerrado el acceso.
No es difícil imaginar la mezcla de esperanza, temor y despiste que sentirán: en pocas semanas han abandonado sus países, sean cuales sean, han cruzado en un barco nodriza o un cayuco unas cuantas millas del Atlántico, han permanecido alojados en una isla desconocida y ahora, tras un vuelo teledirigido, acaban en un destino peninsular todavía menos familiar, como puede ser Alcalá de Henares, sin ningún plan claro más allá de resguardarse del frío castellano y llenarse el estómago con comida caliente.
Alcalá es una ciudad construida con la emigración, primero la española de andaluces, extremeños, gallegos o aragoneses que vinieron a la Comunidad de Madrid buscando un trabajo en cualquiera de las grandes industrias que florecieron desde los años 60 y hoy son un triste recuerdo. Y después con rumanos, polacos o búlgaros, que vinieron en los 90 con ese mismo objetivo: unos y otros se asentaron, arraigaron, tuvieron familias y han construido una peculiar comunidad trufada de idiomas y acentos variopintos ya familiares para el complutense de origen o adopción.
Esta vez, sin embargo, la alarma ha saltado, y con razón. Ni dando por hecho que la inmensa mayoría de los nuevos vecinos llegan con las mismas intenciones que sus predecesores, es sencillo confiar en que todo salga a la perfección.
Porque no tienen papeles ni permisos de trabajo, nadie sabe probablemente de qué país proceden, carecen de recursos para cubrir sus inevitables necesidades y disponen de mucho tiempo libre y pocas herramientas para llenarlo de algo útil para ellos mismos.
Muchos desaparecerán en cuanto se ubiquen, por miedo a ser repatriados, otros intentarán trabajar en cualquier cosa y en las condiciones que sean, alguno más permanecerá en las instalaciones y los últimos, probablemente, se buscarán la vida como puedan, con el respeto por las normas que un porcentaje de cualquier colectivo siente en determinadas circunstancias adversas.
Tiene poco sentido fletar vuelos a la península en lugar de en retorno a sus zonas de origen si, a la vez, no se ofrece algo más que un catre y un cuenco de sopa: las necesidades elementales del ser humano no acaban con las estrictamente primarias y si el Gobierno no era capaz de atenderlas, no tiene derecho alguno a imponérselas a nadie con menos capacidad y conocimientos.
No se trata de estigmatizar a nadie, sino de entender que las circunstancias hacen al hombre cuando el hombre no puede fabricar sus propias circunstancias: hacinar a cientos de seres humanos en un rincón del cuartel, sin una planificación decente, solo sirve para estimular fantasmas, abonar el recelo mutuo, desbordar la capacidad de un Ayuntamiento y, sobre todo, utilizar en vano las esperanzas de personas de carne y hueso, con sueños y pesadillas, de encontrar una Arcadia inexistente.
Ojalá todo salga bien para los visitantes y los paisanos, pero no será por la diligencia y sensatez de un Gobierno negligente, sino por el esfuerzo compartido entre nativos y foráneos por encontrar una manera de convivir e integrarse pese a la demagogia, temeridad y mala fe de unas autoridades incapaces de entender la diferencia entre sus soflamas y la vida real.